Nunca jamás, diría con entusiasmo juvenil hace poco. Nuestro tiempo siempre es poco. Por eso, hace poco, éramos, toda una generación, hoy senecta, adolescente.
Con ese entusiasmo, el adolescente, sería como lo habría dicho y repito: nunca jamás.
Ahora, a la vuelta de la esquina, aprendí que no hay nunca ni jamás, del lado de acá del espejo, mientras la eternidad no es más que una inconcebible esperanza.
Del lado de acá, una nube que pase, estorba la luminosidad de cualquier mañana, o, si el día está sumido en la tristeza, basta que entreabra un ocelo para que el sol, al tocar con un largo dedo distraído la corteza del árbol, ponga una pincelada de alegría en nuestra cavilación.
Nunca jamás.
Una gárrula bandada de chovas gira en torno a mi recuerdo de la espadaña de una iglesia castellana.
Como esa gente que anda siempre girando en torno al eje del tiovivo de la representación y de la gobernanza.
Había, cuando estuve en París, de pronto, tiovivos en lugares inesperados. Colores, luces, espejos. Cuando los vi, quietos, parecían recuerdos. Algo así como el organillo abandonado en lo más hondo, recóndito, olvidado de la enigmática tienda de la ropavejera. Siempre he mantenido la pregunta de por qué no me subí al tiovivo, no giré la manivela oxidada del organillo.
No funciona, este fracaso social del umbral del siglo XXI, del tercer milenio.
Dejamos a hijos y nietos, dos generaciones desamparadas, desconcertadas, desnortadas, un atribulado mundo sumido en el Maelström de la duda, como el capitán Nemo.
No sabemos qué hacer con las ruinas ni de Itálica ni de Roma. Las de Grecia las calcina el sol, en torno al Partenón.
En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 31 de enero de 2012
lunes, 30 de enero de 2012
Los mismos de antes, es decir PSOE y PP, lo han conseguido. Acorralar a Paco Alvarez Cascos y obligarle a convocar unas elecciones en que unos, el PP, creen que van a arrollar, y otros, el PSOE, consideran que habida cuenta de la división del grupo adversario, partido por gala en dos, van a poder invertir la tendencia nacional de inclinación al PP.
Los votos más esperanzadores, que serán los de Francisco Alvarez Cascos y su Foro, resultarán posiblemente insuficientes, y quienes de uno y otro lado acreditaron ya su incompetencia para sacarnos del atolladero en que estamos, volverán a repartirse las respectivas responsabilidades, con el mismo probable resultado de lo que hasta ahora habían malogrado.
Como consecuencias inmediatamente previsibles, el Principado formará durante un período de entre medio y un siglo en el pelotón de los torpes de una España relegada por la pobreza a que nos llevarán las medidas monetarias que utilizará un gobierno de técnicos para reducir el gasto y con él la vitalidad económica, sin previsión conocida de un ulterior mapa de relanzamiento, asimismo al pelotón de los torpes de esta Europa incapaz de consumar su consolidación como Estados Unidos de Europa.
Para Asturias, una tragedia, para España un paso atrás, para Europa, asomarse a la categoría de espectadora de un mercado en que podrían haber competido dólares, yenes, yuanes piastras y euros, pero al que el euro va a llegar devaluado y renqueante.
Los votos más esperanzadores, que serán los de Francisco Alvarez Cascos y su Foro, resultarán posiblemente insuficientes, y quienes de uno y otro lado acreditaron ya su incompetencia para sacarnos del atolladero en que estamos, volverán a repartirse las respectivas responsabilidades, con el mismo probable resultado de lo que hasta ahora habían malogrado.
Como consecuencias inmediatamente previsibles, el Principado formará durante un período de entre medio y un siglo en el pelotón de los torpes de una España relegada por la pobreza a que nos llevarán las medidas monetarias que utilizará un gobierno de técnicos para reducir el gasto y con él la vitalidad económica, sin previsión conocida de un ulterior mapa de relanzamiento, asimismo al pelotón de los torpes de esta Europa incapaz de consumar su consolidación como Estados Unidos de Europa.
Para Asturias, una tragedia, para España un paso atrás, para Europa, asomarse a la categoría de espectadora de un mercado en que podrían haber competido dólares, yenes, yuanes piastras y euros, pero al que el euro va a llegar devaluado y renqueante.
Me dice una amiga que me privilegia con su amistad, una amiga dulce, a ratos, como la miel de romero, a ratos asilvestrada como una leona audaz, cazadora de ñus y cervatillos de la sabana, que eso de la perrita que no es perra, suena como a burda y grosera calderilla de aquellos patacones que llamábamos “perronas” y eran monedas de diez céntimos de cuando los céntimos de pesetina de plata eran algo, diez daban para una caja de cerillas de “clac” y una “perrina”, que era la monedilla de media perrona, llegó a dar, por los años cuarenta, para subir y bajar en el ascensor del metro de donde las cuatro calles, del Madrid reposado de antes de todas las movidas y era lo que costaba una caja de cerillas de las que se usaban en la cocina y para preparar “mariposas” para las lámparas de aceite.
Y por eso me corrijo y digo hoy, que mi perrita, ahora, es ya núbil –cosa que suena como a etérea y un poco digamos como ajardinado y poético- A ella se ve que la mudanza la regocija, porque mueve con especial alegría el muñón que le dejaron cuando nació y algún bárbaro ejemplar de nuestra especie, no sé si hombre o mujer, le amputó el rabo casi a ras de lana, sin ley, justicia ni razón, que diría el Segismundo calderoniano, para semejante agresión sin motivos previos ni más aparentes razones que la de la moda o mera y más sencilla usanza.
Un perro, valga la expresión para ambos sexos, no debería ser nunca privado de por lo menos uno o dos tercios del rabo que constituye medio de expresión obligado de muchas de sus sensaciones. Cuando feliz, suele agitarlo con la rapidez con que el colibrí mueve las alas, cuando triste lo mete entre las patas a la vez que agacha las orejas y busca su rincón de las desdichas. Alzar el rabo pone de manifiesto predisposición al servicio activo. Bajarlo, reticencia.
Hoy, cuando le comento de su nubilidad, se ve que trata de moverlo enérgicamente. Un acierto. A veces, una palabra, puede ser como una caricia.
Hasta para las perritas que ya son núbiles.
¿O será que trataba de mover el rabo porque me vio con el mando en la mano, dispuesto a llevarla a la calle?
Y por eso me corrijo y digo hoy, que mi perrita, ahora, es ya núbil –cosa que suena como a etérea y un poco digamos como ajardinado y poético- A ella se ve que la mudanza la regocija, porque mueve con especial alegría el muñón que le dejaron cuando nació y algún bárbaro ejemplar de nuestra especie, no sé si hombre o mujer, le amputó el rabo casi a ras de lana, sin ley, justicia ni razón, que diría el Segismundo calderoniano, para semejante agresión sin motivos previos ni más aparentes razones que la de la moda o mera y más sencilla usanza.
Un perro, valga la expresión para ambos sexos, no debería ser nunca privado de por lo menos uno o dos tercios del rabo que constituye medio de expresión obligado de muchas de sus sensaciones. Cuando feliz, suele agitarlo con la rapidez con que el colibrí mueve las alas, cuando triste lo mete entre las patas a la vez que agacha las orejas y busca su rincón de las desdichas. Alzar el rabo pone de manifiesto predisposición al servicio activo. Bajarlo, reticencia.
Hoy, cuando le comento de su nubilidad, se ve que trata de moverlo enérgicamente. Un acierto. A veces, una palabra, puede ser como una caricia.
Hasta para las perritas que ya son núbiles.
¿O será que trataba de mover el rabo porque me vio con el mando en la mano, dispuesto a llevarla a la calle?
sábado, 28 de enero de 2012
Tal vez demasiada gente castigada para tanta como de momento permanecerá a salvo de los duelos y quebrantos de este 2012 de nuestras por ahora más amargas consecuencias.
Tal vez grave defecto de solidaridad social, permitir que tantos carezcan de lo indispensable cuando tantos otros sólo perderán parte de lo superfluo y habrá quien ni eso.
Tal vez, a la larga, las consecuencias de no haber querido estar donde deberíamos, a la hora de arrimar el hombro, nos llevarán a donde no querríamos de ningún modo llegar.
Tal vez estas horas de desconcierto errabundo de tantas dignidades heridas, nos parezcan, en un cercano y previsible futuro, errores de bulto que podríamos estar evitando y para cuando queramos, sin embargo, hacerlo hayan producido consecuencias irreparables.
Tal vez más que vigilar los arriates del jardín propio, debiésemos estar ahora mismo escardando, limpiando, abonando el contrucio del prójimo.
Tal vez deberíamos bajar del escaño, levantarnos de la poltrona, dejar el último modelo de coche en el garaje oficial y recorrer las peatonales de la ciudad, leyendo las páginas de cerrado, liquidando, se traspasa, se cierra, para enterarnos de que el planeta gira un poco más despacio, la ciudad respira con mayor trabajo, las farolas recién uniformizadas no llegan para iluminar la melancolía del camino de vuelta a casa, que mira un ere, me han despedido, cerramos, nos hay trabajo, no hay dinero. En el arcón que regalaban a la puerta del estado del bienestar no hay más que telarañas.
Tal vez debería alguno bajarse de su podio de una puñetera vez y darse cuenta de que hay que formar equipos, elegir a los mejores para que los dirijan y trabajar denodadamente en equipo, bajo una dirección, siguiendo un plan, y, antes que nada, mejor ayer que mañana empezar a repartir trabajo y seguir por aceptar los principios morales que se siguen de los derechos humanos, de la humanidad en su conjunto. y los derechos personales, del hombre, es decir de la persona, y, en definitiva de la justicia que dimana gota agota del alambique de la caridad, único combustible válido para la convivencia en que la vida consiste.
Tal vez …
Tal vez grave defecto de solidaridad social, permitir que tantos carezcan de lo indispensable cuando tantos otros sólo perderán parte de lo superfluo y habrá quien ni eso.
Tal vez, a la larga, las consecuencias de no haber querido estar donde deberíamos, a la hora de arrimar el hombro, nos llevarán a donde no querríamos de ningún modo llegar.
Tal vez estas horas de desconcierto errabundo de tantas dignidades heridas, nos parezcan, en un cercano y previsible futuro, errores de bulto que podríamos estar evitando y para cuando queramos, sin embargo, hacerlo hayan producido consecuencias irreparables.
Tal vez más que vigilar los arriates del jardín propio, debiésemos estar ahora mismo escardando, limpiando, abonando el contrucio del prójimo.
Tal vez deberíamos bajar del escaño, levantarnos de la poltrona, dejar el último modelo de coche en el garaje oficial y recorrer las peatonales de la ciudad, leyendo las páginas de cerrado, liquidando, se traspasa, se cierra, para enterarnos de que el planeta gira un poco más despacio, la ciudad respira con mayor trabajo, las farolas recién uniformizadas no llegan para iluminar la melancolía del camino de vuelta a casa, que mira un ere, me han despedido, cerramos, nos hay trabajo, no hay dinero. En el arcón que regalaban a la puerta del estado del bienestar no hay más que telarañas.
Tal vez debería alguno bajarse de su podio de una puñetera vez y darse cuenta de que hay que formar equipos, elegir a los mejores para que los dirijan y trabajar denodadamente en equipo, bajo una dirección, siguiendo un plan, y, antes que nada, mejor ayer que mañana empezar a repartir trabajo y seguir por aceptar los principios morales que se siguen de los derechos humanos, de la humanidad en su conjunto. y los derechos personales, del hombre, es decir de la persona, y, en definitiva de la justicia que dimana gota agota del alambique de la caridad, único combustible válido para la convivencia en que la vida consiste.
Tal vez …
viernes, 27 de enero de 2012
Formamos parte de una cadena, el hilo humano que arranca del ombligo del primer pensante racional ¿o no es –otra inquietante pregunta- la razón, lo esencialmente fundamental de lo humano?, pasa por el agujero de los nuestros y nos hilvana con la gente del futuro.
Hay tal vez, por encima de los derechos del hombre, que tan atropomórfica e insolidaria como solemnemente proclamamos, unos derechos de la humanidad como saga que nos incluye y que, en su caso, estarían por encima de los de cada individuo.
Puede que los derechos de cada uno estén delimitados por los del conjunto y nada sea legítimo –no he escrito legal, sino legítimo- que, por mucho que me apetezca o hasta crea que me convenga, pueda perjudicar, a la corta o a la larga, al conjunto.
Es posible que una profunda reflexión a partir de estas o parecidas consideraciones pudiera contribuir la colocación de los cimientos de la nueva sociedad que yo creo que inexorablemente viene.
Hay tal vez, por encima de los derechos del hombre, que tan atropomórfica e insolidaria como solemnemente proclamamos, unos derechos de la humanidad como saga que nos incluye y que, en su caso, estarían por encima de los de cada individuo.
Puede que los derechos de cada uno estén delimitados por los del conjunto y nada sea legítimo –no he escrito legal, sino legítimo- que, por mucho que me apetezca o hasta crea que me convenga, pueda perjudicar, a la corta o a la larga, al conjunto.
Es posible que una profunda reflexión a partir de estas o parecidas consideraciones pudiera contribuir la colocación de los cimientos de la nueva sociedad que yo creo que inexorablemente viene.
jueves, 26 de enero de 2012
Conmueve el afán de los defensores de lenguas más o menos vivas, demasiadas agonizantes, pero casi todas con defensores, muchos o pocos, según, todos a ultranza, radicales, extremistas en defensa de sus respectivas lenguas, a que se aferran con la misma esperanzada desesperación de Leónidas y sus espartanos cuando aquello de las Termópilas.
Tan denodado es su esfuerzo que los responsables europeos decidieron investigar cuántas y dónde las había en la vieja Europa de nuestros pesares y descubrieron que todavía con más o menos vigor sobreviven por lo menos el lombardo, el napolitano-calabrés, el siciliano, el catalán (central y balear), el gallego, el veneciano, el piamontés, el valenciano, el ligur, el sardo, el occitano, el checheno, el bretón, el votiaco o udmurt, el friulano, el vasco (vizcaíno, guipuzcoano), el frisón, el avaro, el osético (del norte), el burtano, el cabardiano, el comí o ciriano, el dargínico, el lezquio, el catalán rosellonés, el inguso, el comí pérmico, el abjaso, el osético (del sur), el carelio-laco, el vasco (suletino labortano), el asturiano o bable, el tabasarano, el abjaso, el corso, el escocés, el marí o cheremis, el irlandés erse, el galés, el romanche o retio, el néncico, el sorbio o sorabo, el ladino o dolomita y el casubio, además de las diferentes hablas, idiomas o lenguas de las diferentes naciones del puzzle continental.
Van desde los aproximadamente nueve millones y medio de hablantes del lombardo, hasta los aproximadamente tres mil del casubio.
Refiero todos los datos a la Historia de las lenguas Hispánicas (contada para incrédulos) de Rafael del Moral, Ediciones B, Barcelona, año 2009) y me pregunto si, cuestiones sentimentales aparte y posibles aportaciones hechas por cada una a la lengua más hablada de su territorio, es posible y útil tratar de salvar sobre todo a las evidentemente agonizantes, habida cuenta de la progresiva y cada vez más estrecha relación de grupos humanos de todo orden, clase, raza y religión o falta de ella, que hacen imprescindible para la convivencia que nos entendamos hasta el límite de la mayor cantidad de significantes y matices posibles.
Y sin embargo hay toda una respetada y respetable cantidad de personas empeñadas en salvar, hacer la respiración artificial y hasta donde les resulte posible reconstruir todos estos modos de hablar, expresarse, decir de penas, alegrías y amores.
Pienso que se impondrá, al final, lo útil, que en este momento es evidentementa hablar por lo menos castellano e inglés, o inglés y castellano, como cada cual prefiera, sin dejar de tener en cuenta que hay creo que son cerca de mil millones de chinos empujando para abrir paso a su cultura en el mundo mundial de las comunicaciones instantáneas, la prisa y las resoluciones urgentes.
En clima y hábitat como éste, recomponer, mantener o recobrar la lengua vernácula de cada cual, con sus modos, entresijos y últimos significados, que tantas veces se escapan cuando se usan artificial, forzada y artificiosamente, es un verdadero lujo, un privilegio difícilmente alcanzable.
Tan denodado es su esfuerzo que los responsables europeos decidieron investigar cuántas y dónde las había en la vieja Europa de nuestros pesares y descubrieron que todavía con más o menos vigor sobreviven por lo menos el lombardo, el napolitano-calabrés, el siciliano, el catalán (central y balear), el gallego, el veneciano, el piamontés, el valenciano, el ligur, el sardo, el occitano, el checheno, el bretón, el votiaco o udmurt, el friulano, el vasco (vizcaíno, guipuzcoano), el frisón, el avaro, el osético (del norte), el burtano, el cabardiano, el comí o ciriano, el dargínico, el lezquio, el catalán rosellonés, el inguso, el comí pérmico, el abjaso, el osético (del sur), el carelio-laco, el vasco (suletino labortano), el asturiano o bable, el tabasarano, el abjaso, el corso, el escocés, el marí o cheremis, el irlandés erse, el galés, el romanche o retio, el néncico, el sorbio o sorabo, el ladino o dolomita y el casubio, además de las diferentes hablas, idiomas o lenguas de las diferentes naciones del puzzle continental.
Van desde los aproximadamente nueve millones y medio de hablantes del lombardo, hasta los aproximadamente tres mil del casubio.
Refiero todos los datos a la Historia de las lenguas Hispánicas (contada para incrédulos) de Rafael del Moral, Ediciones B, Barcelona, año 2009) y me pregunto si, cuestiones sentimentales aparte y posibles aportaciones hechas por cada una a la lengua más hablada de su territorio, es posible y útil tratar de salvar sobre todo a las evidentemente agonizantes, habida cuenta de la progresiva y cada vez más estrecha relación de grupos humanos de todo orden, clase, raza y religión o falta de ella, que hacen imprescindible para la convivencia que nos entendamos hasta el límite de la mayor cantidad de significantes y matices posibles.
Y sin embargo hay toda una respetada y respetable cantidad de personas empeñadas en salvar, hacer la respiración artificial y hasta donde les resulte posible reconstruir todos estos modos de hablar, expresarse, decir de penas, alegrías y amores.
Pienso que se impondrá, al final, lo útil, que en este momento es evidentementa hablar por lo menos castellano e inglés, o inglés y castellano, como cada cual prefiera, sin dejar de tener en cuenta que hay creo que son cerca de mil millones de chinos empujando para abrir paso a su cultura en el mundo mundial de las comunicaciones instantáneas, la prisa y las resoluciones urgentes.
En clima y hábitat como éste, recomponer, mantener o recobrar la lengua vernácula de cada cual, con sus modos, entresijos y últimos significados, que tantas veces se escapan cuando se usan artificial, forzada y artificiosamente, es un verdadero lujo, un privilegio difícilmente alcanzable.
miércoles, 25 de enero de 2012
Estoy por apuntarme al Mirandés, por si este año es capaz, que debería, de ganar la Copa del Rey, como dicen en mi pueblo, “en silenquín, en silenquín”.
Copa que crece, se valora, devalúa y hasta se desvanece según conviene. Misterioso campeonato que puede o no importar, según las carencias, la abundancia o el busilis de quien la gane o la pierda en una final casi siempre al filo del verano, cuando todo se ha hecho en la temporada.
Porque el balompié, el fútbol, se jugaba antes en playas, patatales, parcelas desérticas o estadios, pero a base de esfuerzo, sudor, habilidad, tácticas y técnicas, patadones, patadinas, punterazos y regates en que intervenían siempre esencialmente, los pies y el pelotón, desde la pelota de trapo hasta le perfecta esfera sin peso, casi etérea, del de la moderna burbuja de plástico con que ahora se juega y se ha liberado la cabeza futbolera activa de aquellos encontronazos con la costura del “cuero”. Inconcebible, hasta mucho después, que interviniese dinero en el asunto.
Ahora juegan también el dinero y las palabras. Vas a un partido, a la tele o al campo, ves, consideras, criticas, estimas, con la indispensable subjetividad, que el arbitrio, como decían aquellos aficionados antañones, embarcó a los tuyos y favoreció al enemigo, vuelves al quehacer rutinario y cotidiano, pero al día siguiente descubres, te llega en oleadas, torrencial, el tumultuoso caudal de las palabras.
Ahora, al fútbol, que algunos llaman soccer, otros calcio y sabe el buen padre Dios de cuántas otras maneras, se juega también con palabras. Y las palabras, que “son aire y van al aire”, proporcionan, valor, heroicas leyendas, premios, consideraciones y colosales seísmos económicos. Lo que pasa sobre el césped del estadio, del patatal, del campo, en el terreno de juego, no es más que la punta visible de un iceberg casi inconmensurable donde nada es como es ni verdad ni mentira, sino punto de partida de construcciones retóricas en que intervienen toda clase de figuras de dicción y multitud de habilidades y juegos de tono y retintín.
Y así llega este anochecer, a la hora de vísperas, este toparse del Barcelona y el Madrid –cito por orden alfabético-, que debería ser un juego de habilidades, tácticas y técnicas jugadas con los pies, pensadas con la cabeza y realizadas con un pelotu y que las palabras han convertido en el choque a vida o muerte de dos ejércitos condenados a la heroicidad. “Moriremos” –han llegado a decir- “en el empeño”. No se trata de morir, sino de ser fuertes y hábiles, pero jugar siempre limpio y conscientes de que en lo que se está es en un juego.
Casi imposible, cuando lo que se ventila es la cantidad de pasta que entre pitos, flautas, complementos y gaitas da tantísima sombra a lo que pueda ocurrir.
No en el campo, donde podrá ser cualquier cosa, sino en el tremendo meteoro de palabrería que, pase lo que pase, se desatará mañana y del que se seguirá, inexorable, una catarata de fichajes y despedidas, compras, ventas, pagos y pufos.
Las palabras tienen una ventaja, que constituye su peligro: contra cada una, siempre, con razón o sin ella, cabe decir otra equivalente, igual de dura y tan susceptible como aquélla de herir o de matar, pese a que sean aire y vayan al aire. El aire, a veces, se hace irrespirable
Copa que crece, se valora, devalúa y hasta se desvanece según conviene. Misterioso campeonato que puede o no importar, según las carencias, la abundancia o el busilis de quien la gane o la pierda en una final casi siempre al filo del verano, cuando todo se ha hecho en la temporada.
Porque el balompié, el fútbol, se jugaba antes en playas, patatales, parcelas desérticas o estadios, pero a base de esfuerzo, sudor, habilidad, tácticas y técnicas, patadones, patadinas, punterazos y regates en que intervenían siempre esencialmente, los pies y el pelotón, desde la pelota de trapo hasta le perfecta esfera sin peso, casi etérea, del de la moderna burbuja de plástico con que ahora se juega y se ha liberado la cabeza futbolera activa de aquellos encontronazos con la costura del “cuero”. Inconcebible, hasta mucho después, que interviniese dinero en el asunto.
Ahora juegan también el dinero y las palabras. Vas a un partido, a la tele o al campo, ves, consideras, criticas, estimas, con la indispensable subjetividad, que el arbitrio, como decían aquellos aficionados antañones, embarcó a los tuyos y favoreció al enemigo, vuelves al quehacer rutinario y cotidiano, pero al día siguiente descubres, te llega en oleadas, torrencial, el tumultuoso caudal de las palabras.
Ahora, al fútbol, que algunos llaman soccer, otros calcio y sabe el buen padre Dios de cuántas otras maneras, se juega también con palabras. Y las palabras, que “son aire y van al aire”, proporcionan, valor, heroicas leyendas, premios, consideraciones y colosales seísmos económicos. Lo que pasa sobre el césped del estadio, del patatal, del campo, en el terreno de juego, no es más que la punta visible de un iceberg casi inconmensurable donde nada es como es ni verdad ni mentira, sino punto de partida de construcciones retóricas en que intervienen toda clase de figuras de dicción y multitud de habilidades y juegos de tono y retintín.
Y así llega este anochecer, a la hora de vísperas, este toparse del Barcelona y el Madrid –cito por orden alfabético-, que debería ser un juego de habilidades, tácticas y técnicas jugadas con los pies, pensadas con la cabeza y realizadas con un pelotu y que las palabras han convertido en el choque a vida o muerte de dos ejércitos condenados a la heroicidad. “Moriremos” –han llegado a decir- “en el empeño”. No se trata de morir, sino de ser fuertes y hábiles, pero jugar siempre limpio y conscientes de que en lo que se está es en un juego.
Casi imposible, cuando lo que se ventila es la cantidad de pasta que entre pitos, flautas, complementos y gaitas da tantísima sombra a lo que pueda ocurrir.
No en el campo, donde podrá ser cualquier cosa, sino en el tremendo meteoro de palabrería que, pase lo que pase, se desatará mañana y del que se seguirá, inexorable, una catarata de fichajes y despedidas, compras, ventas, pagos y pufos.
Las palabras tienen una ventaja, que constituye su peligro: contra cada una, siempre, con razón o sin ella, cabe decir otra equivalente, igual de dura y tan susceptible como aquélla de herir o de matar, pese a que sean aire y vayan al aire. El aire, a veces, se hace irrespirable
La ciudad, que como todas está viva y tiene cuerpo y alma, puede, como cualquier criatura, sufrir.
El alma de la ciudad es, a veces o para algunos más que para otros, nadie sabe por qué, más difícil de intuir. El alma de las personas y de las ciudades, se intuye o se deduce. Ver, no se ve. Se adivina, cuando se es incapaz de intuirla o deducirla de ese peculiar hálito de la ciudad que es diferente en cada una y reside nadie sabe dónde pero se presiente y hasta se llega a sentir en sus rincones más íntimos, esenciales de la ciudad. Hay momentos y lugares, sobre todo a horas determinadas, con una luz especial en que el alma de la ciudad es casi evidente, y la película de separación entre este mundo y el de las almas es tan delgada que casi es posible sentir el alma de la ciudad, verla, tocarla, olerla. Se me ocurre, sin embargo, que hace falta una especial sensibilidad o por lo menos prestar una singular atención. No puedo asegurarlo
El cuerpo de la ciudad, que muda cada generación, como si la ciudad mudase de piel, son sus habitantes. Los habitantes hablan y no acaban, unos con admiración, otros con profundo desprecio, con inquina desmesurada de “su” ciudad. La ciudad, sin embargo, no es suya. Son ellos los que le pertenecen a la ciudad, como ha venido ocurriendo a lo largo de tiempos y tiempos, ya que la ciudad, a quien pertenece en comunidad germánica, es al conjunto de sus habitantes, desde el primer balbuceo de la ciudad hasta que caiga y se haga polvo en el olvido la última piedra del último vestigio de trabajo humano realizado en la ciudad. Una curiosa simbiosis: la ciudad pertenece a sus habitantes, pero los habitantes pertenecen a la ciudad.
A veces, también, hay habitantes en la ciudad que están, tal vez incluso nacidos en ella, quizá llegados por casualidad, es posible que hasta enamorados de la ciudad o que creyeron estarlo, que nada tienen que ver con la ciudad.
Esta gente puede, incluso si no es el primero, si son criollos de segunda o de tercera o cuarta generación de algún apátrida, caído en la ciudad por eso de que a las leyes del caos les gusta jugarse a los dados ciudades, personas, vidas y haciendas, son incapacidades de encajarse en los alvéolos de la ciudad. Están en ella como caramelos demasiado grandes en la boca de un niño. Ni comprende a la ciudad ni la ciudad es capaz de asimilarlos, incluir su laboriosa insolidaridad en ella. Pueden hacerle mucho daños a la ciudad, pero nadie debe preocuparse porque a la larga desparecen, tragados por el remolino de su incapacidad de convivir, su afán de diferenciarse, trepar, excluir, quedarse solos, que los convierte en agujeros negros, que acaban por engullirse a sí mismos. A la larga, la ciudad está acostumbrada, preparada, es capaz, cuerpo y alma trascendentes, de cicatrizar las heridas que le producen. La ciudad, como los árboles y las montañas, tiene una vida mucho más larga que cualquiera de nosotros, estos humanos que tanto empaque nos damos cuanto menos humanos somos capaces de hacernos por medio del camino de la vida, “arduo y difícil como el filo de una navaja”, que yo creo que ha de hacerse siempre en compañía.
El alma de la ciudad es, a veces o para algunos más que para otros, nadie sabe por qué, más difícil de intuir. El alma de las personas y de las ciudades, se intuye o se deduce. Ver, no se ve. Se adivina, cuando se es incapaz de intuirla o deducirla de ese peculiar hálito de la ciudad que es diferente en cada una y reside nadie sabe dónde pero se presiente y hasta se llega a sentir en sus rincones más íntimos, esenciales de la ciudad. Hay momentos y lugares, sobre todo a horas determinadas, con una luz especial en que el alma de la ciudad es casi evidente, y la película de separación entre este mundo y el de las almas es tan delgada que casi es posible sentir el alma de la ciudad, verla, tocarla, olerla. Se me ocurre, sin embargo, que hace falta una especial sensibilidad o por lo menos prestar una singular atención. No puedo asegurarlo
El cuerpo de la ciudad, que muda cada generación, como si la ciudad mudase de piel, son sus habitantes. Los habitantes hablan y no acaban, unos con admiración, otros con profundo desprecio, con inquina desmesurada de “su” ciudad. La ciudad, sin embargo, no es suya. Son ellos los que le pertenecen a la ciudad, como ha venido ocurriendo a lo largo de tiempos y tiempos, ya que la ciudad, a quien pertenece en comunidad germánica, es al conjunto de sus habitantes, desde el primer balbuceo de la ciudad hasta que caiga y se haga polvo en el olvido la última piedra del último vestigio de trabajo humano realizado en la ciudad. Una curiosa simbiosis: la ciudad pertenece a sus habitantes, pero los habitantes pertenecen a la ciudad.
A veces, también, hay habitantes en la ciudad que están, tal vez incluso nacidos en ella, quizá llegados por casualidad, es posible que hasta enamorados de la ciudad o que creyeron estarlo, que nada tienen que ver con la ciudad.
Esta gente puede, incluso si no es el primero, si son criollos de segunda o de tercera o cuarta generación de algún apátrida, caído en la ciudad por eso de que a las leyes del caos les gusta jugarse a los dados ciudades, personas, vidas y haciendas, son incapacidades de encajarse en los alvéolos de la ciudad. Están en ella como caramelos demasiado grandes en la boca de un niño. Ni comprende a la ciudad ni la ciudad es capaz de asimilarlos, incluir su laboriosa insolidaridad en ella. Pueden hacerle mucho daños a la ciudad, pero nadie debe preocuparse porque a la larga desparecen, tragados por el remolino de su incapacidad de convivir, su afán de diferenciarse, trepar, excluir, quedarse solos, que los convierte en agujeros negros, que acaban por engullirse a sí mismos. A la larga, la ciudad está acostumbrada, preparada, es capaz, cuerpo y alma trascendentes, de cicatrizar las heridas que le producen. La ciudad, como los árboles y las montañas, tiene una vida mucho más larga que cualquiera de nosotros, estos humanos que tanto empaque nos damos cuanto menos humanos somos capaces de hacernos por medio del camino de la vida, “arduo y difícil como el filo de una navaja”, que yo creo que ha de hacerse siempre en compañía.
martes, 24 de enero de 2012
Lejanos protagonistas de dramas ajenos, comedias, juguetes cómicos.
Desde la solana, hoy atalaya que mira de lado la lluvia vertical, airada, de invierno atrasado, se les ve pasar, arriba o abajo de la calle, enfrascados, ora silenciosos, ora vociferantes entre sí. Casi todos llevan el paraguas, como un gallardete, enarbolado.
¿Y tú, es decir, yo?
Los veo pasar, casi los podría escuchar, si entreabriese la ventana. Aunque lo parezca, no me son ajenos, sino la múltiple realidad del prójimo a que debo amar como a mí mismo, sin distinción de raza, religión, casta, categoría, origen ni ninguna otra.
Cuesta entender que una laberíntica condición como la humana, deba enderezar sus vericuetos y querer al prójimo que pasa tratando de evitar que la lluvia lo empape y a la vez discutiendo, hablando del vecino o refiriendo su ira al poderoso preboste más o menos lejano que le hace la vida un pelín o un montón imposible, o a él se lo parece.
Deja de llover y ese sol de invierno reticente, oblicuo, deslumbrante, malintencionado, parece que los empuja de vuelta a casa, cargados con las bolsas de los hipermercados, resoplando.
Tú, es decir, yo, en la solana, en tu sillón de mimbre, parecido al que la abuela tenía en la rebotica. Sólo, ya, como solía estar la abuela, salvo a las horas de visita, que incluso en la rebotica las había. Ya eres más viejo, pienso, que tu abuela. ¡Dios mío! ¡Pero si la abuela parecía una columnilla de humacho blanco, apenas erguida, temblorosa!
Como tú ahora, imbécil, dice mi otro yo, el caballero, mirando con evidente desprecio cómo se me acoquina Sancho en el ombligo. ¡Y sin ínsula!, apenas musita el escudero.
Escucho una vez más la alegre algarabía de la música de Nueva Orleans, que parece que no es música, parece un enredo de luz y color, pero te dejas ir el pensamiento antes errático con ella y te conduce, marcando cada paso y vaivén, hacia una calle donde te explicas por qué los ratones y los niños siguieron hechizados al flautista de Hammelin.
Desde la solana, hoy atalaya que mira de lado la lluvia vertical, airada, de invierno atrasado, se les ve pasar, arriba o abajo de la calle, enfrascados, ora silenciosos, ora vociferantes entre sí. Casi todos llevan el paraguas, como un gallardete, enarbolado.
¿Y tú, es decir, yo?
Los veo pasar, casi los podría escuchar, si entreabriese la ventana. Aunque lo parezca, no me son ajenos, sino la múltiple realidad del prójimo a que debo amar como a mí mismo, sin distinción de raza, religión, casta, categoría, origen ni ninguna otra.
Cuesta entender que una laberíntica condición como la humana, deba enderezar sus vericuetos y querer al prójimo que pasa tratando de evitar que la lluvia lo empape y a la vez discutiendo, hablando del vecino o refiriendo su ira al poderoso preboste más o menos lejano que le hace la vida un pelín o un montón imposible, o a él se lo parece.
Deja de llover y ese sol de invierno reticente, oblicuo, deslumbrante, malintencionado, parece que los empuja de vuelta a casa, cargados con las bolsas de los hipermercados, resoplando.
Tú, es decir, yo, en la solana, en tu sillón de mimbre, parecido al que la abuela tenía en la rebotica. Sólo, ya, como solía estar la abuela, salvo a las horas de visita, que incluso en la rebotica las había. Ya eres más viejo, pienso, que tu abuela. ¡Dios mío! ¡Pero si la abuela parecía una columnilla de humacho blanco, apenas erguida, temblorosa!
Como tú ahora, imbécil, dice mi otro yo, el caballero, mirando con evidente desprecio cómo se me acoquina Sancho en el ombligo. ¡Y sin ínsula!, apenas musita el escudero.
Escucho una vez más la alegre algarabía de la música de Nueva Orleans, que parece que no es música, parece un enredo de luz y color, pero te dejas ir el pensamiento antes errático con ella y te conduce, marcando cada paso y vaivén, hacia una calle donde te explicas por qué los ratones y los niños siguieron hechizados al flautista de Hammelin.
Cuando ya no se puede ir muy lejos, los problemas del mundo se van haciendo ajenos. Yo, por ejemplo, dispongo ahora de mucho menos espacio, nadie viene a pedirme que resuelva, que indique, que diga. Ya no tengo nada que decir. Comprendo ahora a Ortega espectador.
No es fácil. Antes te proporcionaban datos, te traían estadísticas, te daban cuentas del resultado de las medidas adoptadas. Ahora he de entresacar de las páginas de periódico lo que considero meollo de la cuestión de que se trate.
Desentierro una historia de la filosofía, dos, y una tercera “ilustrada”. Me paso la mañana entre filósofos griegos. Hace dos mil quinientos años, aquella gente, cuya vida cotidiana es casi imposible imaginar, pensaban con lucidez. Daban vueltas a las ideas venidas de oriente, a las suyas propias. Nos estaban superponiendo a nosotros, que éramos su futuro aún lejano, capas y más capas de civilización, de sofisticación, de humanización.
Sus dioses estaban justo al lado, en el Olimpo y eran antropomórficos. ¿Subían los filósofos griegos al Olimpo a espiar a sus dioses? Por lo menos, consultaban el oráculo de Delphos u otros por el estilo y daban de comer a la organización, que debía ser numerosa y compleja.
No puedo, podría ser imposible adivinar, como no sea por pura casualidad, lo que pensarán de nosotros quienes dentro de dos mil años pueblen este espacio que ahora ocupamos. Tendrán que hacer parecido esfuerzo al que nos cuesta imaginar las guerras y migraciones de los celtas, que al parecer eran los que dominaron hace mucho las reservas y el comercio de la sal, en su tiempo indispensable para sobrevivir.
Nosotros andamos ahora enfrascados en prescindir de los símbolos del dinero, que vamos convirtiendo paulatinamente en plástico o en palabras, gestos. ¿Habéis visto comprar en una subasta o el bolsa? Un gesto apenas, una leve señal. Dentro de nada, en cuanto inventen la tarjeta monedero, para pagar el menudo de un bollo de pan o el periódico y provean a los mendigos de maquinitas de esas que saben leer las tarjetas de crédito y débito, habremos desinventado una forma de dinero. No ocupará lugar.
Creo recordar que hubo una vez un ministro que dijo que el oro había dejado de ser no sé si conveniente, necesario o útil para respaldar la monedería y los billetes emitidos por la máquina de hacerlos. ¿Llegará ese momento, estaremos ya en su umbral en que el respaldo de los símbolos sea una promesa imaginativa? Algo así como guardar en el sótano del poder económico un ejemplar de la fábula de la lechera
No es fácil. Antes te proporcionaban datos, te traían estadísticas, te daban cuentas del resultado de las medidas adoptadas. Ahora he de entresacar de las páginas de periódico lo que considero meollo de la cuestión de que se trate.
Desentierro una historia de la filosofía, dos, y una tercera “ilustrada”. Me paso la mañana entre filósofos griegos. Hace dos mil quinientos años, aquella gente, cuya vida cotidiana es casi imposible imaginar, pensaban con lucidez. Daban vueltas a las ideas venidas de oriente, a las suyas propias. Nos estaban superponiendo a nosotros, que éramos su futuro aún lejano, capas y más capas de civilización, de sofisticación, de humanización.
Sus dioses estaban justo al lado, en el Olimpo y eran antropomórficos. ¿Subían los filósofos griegos al Olimpo a espiar a sus dioses? Por lo menos, consultaban el oráculo de Delphos u otros por el estilo y daban de comer a la organización, que debía ser numerosa y compleja.
No puedo, podría ser imposible adivinar, como no sea por pura casualidad, lo que pensarán de nosotros quienes dentro de dos mil años pueblen este espacio que ahora ocupamos. Tendrán que hacer parecido esfuerzo al que nos cuesta imaginar las guerras y migraciones de los celtas, que al parecer eran los que dominaron hace mucho las reservas y el comercio de la sal, en su tiempo indispensable para sobrevivir.
Nosotros andamos ahora enfrascados en prescindir de los símbolos del dinero, que vamos convirtiendo paulatinamente en plástico o en palabras, gestos. ¿Habéis visto comprar en una subasta o el bolsa? Un gesto apenas, una leve señal. Dentro de nada, en cuanto inventen la tarjeta monedero, para pagar el menudo de un bollo de pan o el periódico y provean a los mendigos de maquinitas de esas que saben leer las tarjetas de crédito y débito, habremos desinventado una forma de dinero. No ocupará lugar.
Creo recordar que hubo una vez un ministro que dijo que el oro había dejado de ser no sé si conveniente, necesario o útil para respaldar la monedería y los billetes emitidos por la máquina de hacerlos. ¿Llegará ese momento, estaremos ya en su umbral en que el respaldo de los símbolos sea una promesa imaginativa? Algo así como guardar en el sótano del poder económico un ejemplar de la fábula de la lechera
lunes, 23 de enero de 2012
Hagamos un campamento cerca del río, donde se escuche pasar el agua,
contémonos
las alegrías pasadas,
tu niñez y la mía.
Habrás tenido una niñez,
¿soñabas
ya
conmigo?
No recuerdo
haber nacido esa tarde de verano que dices. No
recuerdo
haberte vista por primera vez. Tú eras tú,
querías hacer un jardín murado, ocultarnos.
La vida no es así, la vida es un viento huracanado, que pasa
arrollándolo todo, destruyendo;
la vida
es, madre, ahora ya lo sabemos ambos,
aprender
a morir con cierta dignidad.
contémonos
las alegrías pasadas,
tu niñez y la mía.
Habrás tenido una niñez,
¿soñabas
ya
conmigo?
No recuerdo
haber nacido esa tarde de verano que dices. No
recuerdo
haberte vista por primera vez. Tú eras tú,
querías hacer un jardín murado, ocultarnos.
La vida no es así, la vida es un viento huracanado, que pasa
arrollándolo todo, destruyendo;
la vida
es, madre, ahora ya lo sabemos ambos,
aprender
a morir con cierta dignidad.
La frase, ciertamente, cito de memoria, es “laissez faire, laissez paser, le monde va de lui même”, y, como dice mi corresponsal, a que agradezco la atención de perder el tiempo por los meandros de este soliloquio, no es lo mismo “dejar ir”, como libremente traduje, que “dejar hacer”. Interpreto, y así explico mi toma de libertad, que lo que los fisiócratas querían más o menos decir es que no vale la pena tomarse demasiadas molestias y tratar de intervenir en el curso de las cosas, puesto que son el destino y la naturaleza los únicos motores de cuanto ocurre y por supuesto la naturaleza la única fuente de riqueza digna de ser tenida en cuenta.
Da la impresión, que considero triste, de que piensan lo mismo, quienes adoptan toda clase de medidas y ensayan cuantas soluciones les cabe imaginar, que, claramente se advierte que no van a solucionar los problemas económicos pendientes, sino a retrasar sus efectos y consecuencias. Como si estuvieran suponiendo que las cosas o se van a arreglar solas o alguien las arreglará, “que inventen ellos”, desde fuera y así nos sacarán las castañas del fuego, de modo que lo único importante es tomar medidas dilatorias, provisionales y que nos permitan llegar a una especie de tierra prometida que alguien preparará para nosotros y que llegará sin que sea necesario nuestro esfuerzo y nos permitirá “volver a ser” lo que éramos.
Pienso que es una cadena de errores. Hay medidas dilatorias que pueden incluso ser perjudiciales para adoptar las verdaderamente imprescindibles. Hay medidas imprescindibles que nadie va a tomar por nosotros, puesto que nos incumben y somos los únicos que podemos y deberíamos adoptarlas. El futuro, a la salida de este atolladero, nada será igual y deberíamos irnos acomodando. Características de la época nueva que a mi modesto juicio se van apuntando como esenciales son una mayor solidaridad interhumana, no sólo con los de lejos, sino con los de al lado mismo, a los que, por conocernos como nos conocemos los próximos, resulta más difícil estimar, y un mayor respeto de la dignidad y la humanidad de quienes nos acompañan en el difícil empeño de tratar de vivir en paz, con justicia y libertad.
Por ejemplo: está claro que debemos pagar nuestras deudas económicas y que se deben arbitrar fondos para ello, pero mucho más importante es cerrar los puntos de fuga por que se escapa el gasto que tratar de incrementar el ingreso a base de disminuir la capacidad económica de los administrados, a quienes hay que orientar y ayudar a organizarse para que produzcan riqueza cuya redistribución debemos procurar con sentido común y caridad, que es acuífero de justicia.
Por ejemplo: no tiene sentido gastarse en administrar los que debería usarse para generar lo administrable.
Por ejemplo: para poder gastar es imprescindible haber competido antes y haber sido capaces de producir algo que nos proporcione la posibilidad de gastar sin endeudarnos al hacerlo.
Por ejemplo: hay que ser conscientes de que los mercados nuevos son y serán cada vez más diferentes de los antiguos, y debemos imaginar, inventar y fabricar con seriedad y profesionalidad lo que esos mercados pidan, para así enriquecer el flujo económico de nuestro grupo social.
Por ejemplo: no hay más hombre libre que el que, consciente de que la libertad tiene límites, constituidos por la libertad de los demás, participa del acervo material y del cultural del grupo social de que forma parte.
Como es natural, en muchas cosas de las que pienso, estaré equivocado, pero también estoy convencido de que cada cual tiene que arreglarse con sus convicciones y principios, sin perjuicio de estar siempre dispuesto a reconsiderarlos a la luz de los criterios de quienes discrepen de ellos o los contradigan.
Da la impresión, que considero triste, de que piensan lo mismo, quienes adoptan toda clase de medidas y ensayan cuantas soluciones les cabe imaginar, que, claramente se advierte que no van a solucionar los problemas económicos pendientes, sino a retrasar sus efectos y consecuencias. Como si estuvieran suponiendo que las cosas o se van a arreglar solas o alguien las arreglará, “que inventen ellos”, desde fuera y así nos sacarán las castañas del fuego, de modo que lo único importante es tomar medidas dilatorias, provisionales y que nos permitan llegar a una especie de tierra prometida que alguien preparará para nosotros y que llegará sin que sea necesario nuestro esfuerzo y nos permitirá “volver a ser” lo que éramos.
Pienso que es una cadena de errores. Hay medidas dilatorias que pueden incluso ser perjudiciales para adoptar las verdaderamente imprescindibles. Hay medidas imprescindibles que nadie va a tomar por nosotros, puesto que nos incumben y somos los únicos que podemos y deberíamos adoptarlas. El futuro, a la salida de este atolladero, nada será igual y deberíamos irnos acomodando. Características de la época nueva que a mi modesto juicio se van apuntando como esenciales son una mayor solidaridad interhumana, no sólo con los de lejos, sino con los de al lado mismo, a los que, por conocernos como nos conocemos los próximos, resulta más difícil estimar, y un mayor respeto de la dignidad y la humanidad de quienes nos acompañan en el difícil empeño de tratar de vivir en paz, con justicia y libertad.
Por ejemplo: está claro que debemos pagar nuestras deudas económicas y que se deben arbitrar fondos para ello, pero mucho más importante es cerrar los puntos de fuga por que se escapa el gasto que tratar de incrementar el ingreso a base de disminuir la capacidad económica de los administrados, a quienes hay que orientar y ayudar a organizarse para que produzcan riqueza cuya redistribución debemos procurar con sentido común y caridad, que es acuífero de justicia.
Por ejemplo: no tiene sentido gastarse en administrar los que debería usarse para generar lo administrable.
Por ejemplo: para poder gastar es imprescindible haber competido antes y haber sido capaces de producir algo que nos proporcione la posibilidad de gastar sin endeudarnos al hacerlo.
Por ejemplo: hay que ser conscientes de que los mercados nuevos son y serán cada vez más diferentes de los antiguos, y debemos imaginar, inventar y fabricar con seriedad y profesionalidad lo que esos mercados pidan, para así enriquecer el flujo económico de nuestro grupo social.
Por ejemplo: no hay más hombre libre que el que, consciente de que la libertad tiene límites, constituidos por la libertad de los demás, participa del acervo material y del cultural del grupo social de que forma parte.
Como es natural, en muchas cosas de las que pienso, estaré equivocado, pero también estoy convencido de que cada cual tiene que arreglarse con sus convicciones y principios, sin perjuicio de estar siempre dispuesto a reconsiderarlos a la luz de los criterios de quienes discrepen de ellos o los contradigan.
domingo, 22 de enero de 2012
Caeríamos, cualquier otro día, es probable que en seguida, en la tentación de regresar, si hoy decidiésemos, mi otro yo, el caballero, y yo, el escudero, ni hablar más de política ni de economía, cuando a la vista de cuanto va pasando, están, los que más mandan, dispuestos a seguirle el compás al viejo lema fisiócrata de que dejemos, ir, dejemos pasar, que el mundo rueda solo.
Lo malo es que el mundo va decelerando, para colmo de males y ya hablan los científicos, desde sus huras de la torre del viejo castillo roquero semidesmoronado, como chovas excitadas, que está cerca la inversión de los polos, y alguno insinúa que algo como lo que se avecina para todavía no se sabe cuándo ni cómo, pudo tener que ver con la extinción de los dinosaurios.
Menos mal que los augurios suelen fallar y la viejísima bola del mundo, con la ayuda del pañuelo que le amarra de vez en cuando Mafalda a la cabeza, sonríe, gira y canta, con Doris Day que no nos preocupemos demasiado porque lo que tenga que ser será lo único que será.
De momento, la mimosa, con las puntas amarilleando a ojos vistos, se resiste a mirar los territorios en conflicto, habla todo el mundo, ay, de impuestos y malo mentar la soga en casa del ahorcado.
No aprovechamos la ocasión que tuvimos. “España va bien”, decían, pienso que de buena fe, pienso que creyéndoselo, y siguiendo el hilo, dedujeron que ¿por qué el milagro no iba a seguir, crecer y florecer en una gloriosa época de vacas gordas?
España no iba bien. España estaba sorprendida, alterada, desmesurada. Vió el cielo abierto, la bonanza del paisaje, la fertilidad posible del futuro y quisimos toda la expedición cosechar antes de haber sembrado.
Se nos va este griposo enero, desparramándosenos el virus como a golpe de “bisoplo”, como llamaba aquel buen y querido amigo que tuve al hisopo, y tosemos, el coro y nos hierve el “pote” bronquios abajo, ominoso, se nos va, ya van dos tercios, sin que hayamos sufrido el invierno que la abuelina aseguraba que de buena tinta sabía ella que jamás se lo comían los lobos. Si no llega, bufando, en estos diez días que le quedan al mes, vendrá cabalgando en febrerillo el loco, que por algo le llamarían así los viejos del refrán y el cayado, la colilla en la comisura y la boina terciada. Siempre que hablo de ella, me acuerdo del contratista aquél de obras de cuando se edificaba con artesanía de constructor de pirámides, que, de acuerdo con una carencia entonces bastante habitual, siempre había sido incapaz de elaborar un presupuesto, y, consultado al respecto por un posible cliente, plana la mano sobre ella, la movía inquieto, rascándose así el meollo: pos verá, la cosa ye que … entamando pensar … ¡qué quier que-i-diga!, esto de las cementeras ..., tan quitándonos de sacar arena de la playa … ‘nuna d’estas pónenseme estos en güelga … De verdad i lo digo ¡qué más quisiera yo! pero esto de los precios lo que tien ye que ye muy cambiante ya la oferta, la demanda, ¡qué sey yo! La verda ya que no-i.puedo icir así, sin más, de principio... Si es caso, puede ir pagándome sigún faigo.
Lo malo es que el mundo va decelerando, para colmo de males y ya hablan los científicos, desde sus huras de la torre del viejo castillo roquero semidesmoronado, como chovas excitadas, que está cerca la inversión de los polos, y alguno insinúa que algo como lo que se avecina para todavía no se sabe cuándo ni cómo, pudo tener que ver con la extinción de los dinosaurios.
Menos mal que los augurios suelen fallar y la viejísima bola del mundo, con la ayuda del pañuelo que le amarra de vez en cuando Mafalda a la cabeza, sonríe, gira y canta, con Doris Day que no nos preocupemos demasiado porque lo que tenga que ser será lo único que será.
De momento, la mimosa, con las puntas amarilleando a ojos vistos, se resiste a mirar los territorios en conflicto, habla todo el mundo, ay, de impuestos y malo mentar la soga en casa del ahorcado.
No aprovechamos la ocasión que tuvimos. “España va bien”, decían, pienso que de buena fe, pienso que creyéndoselo, y siguiendo el hilo, dedujeron que ¿por qué el milagro no iba a seguir, crecer y florecer en una gloriosa época de vacas gordas?
España no iba bien. España estaba sorprendida, alterada, desmesurada. Vió el cielo abierto, la bonanza del paisaje, la fertilidad posible del futuro y quisimos toda la expedición cosechar antes de haber sembrado.
Se nos va este griposo enero, desparramándosenos el virus como a golpe de “bisoplo”, como llamaba aquel buen y querido amigo que tuve al hisopo, y tosemos, el coro y nos hierve el “pote” bronquios abajo, ominoso, se nos va, ya van dos tercios, sin que hayamos sufrido el invierno que la abuelina aseguraba que de buena tinta sabía ella que jamás se lo comían los lobos. Si no llega, bufando, en estos diez días que le quedan al mes, vendrá cabalgando en febrerillo el loco, que por algo le llamarían así los viejos del refrán y el cayado, la colilla en la comisura y la boina terciada. Siempre que hablo de ella, me acuerdo del contratista aquél de obras de cuando se edificaba con artesanía de constructor de pirámides, que, de acuerdo con una carencia entonces bastante habitual, siempre había sido incapaz de elaborar un presupuesto, y, consultado al respecto por un posible cliente, plana la mano sobre ella, la movía inquieto, rascándose así el meollo: pos verá, la cosa ye que … entamando pensar … ¡qué quier que-i-diga!, esto de las cementeras ..., tan quitándonos de sacar arena de la playa … ‘nuna d’estas pónenseme estos en güelga … De verdad i lo digo ¡qué más quisiera yo! pero esto de los precios lo que tien ye que ye muy cambiante ya la oferta, la demanda, ¡qué sey yo! La verda ya que no-i.puedo icir así, sin más, de principio... Si es caso, puede ir pagándome sigún faigo.
sábado, 21 de enero de 2012
Ignoro qué podrá hacerse cuando todos se hayan, es probable que todos nos hayamos contaminado de esta miserable condición de quienes usan de la palabra para tratar de engañar al prójimo más o menos cercano.
De nada vale conocerlos por sus obras, cuando las palabras se convierten en disfraz y quien lo sabe acepta el trueque y todos tan contentos porque lo importante es que parezca.
No hace falta que sea y es más barata la mera apariencia, que, a veces, hasta da el pego.
El hecho, éste sin disfraz, es que la mimosa se resiste a pintarrajear, esbozar su proyecto, premonición, anuncio de la primavera y mañana mismo, si el buen padre Dios quiere, hará una semana del día quince y el retraso empieza a ser cosa de tener en cuenta.
Verano dudoso. Cuando el verano tarda o se retuerce, los turistas se retrasan, como las golondrinas, la mimosa o las cigüeñas, y es malo en un país empobrecido como está siendo el nuestro, que precisamente este año necesita más de esos euros con que los turistas entretienen sus vacaciones.
¿Habrán sido puntuales las cigüeñas?
Cuando yo era a ratos una miaja más importante y tenía que ir a las capitales de la autonomía y del reino, antes de que se hiciera el último tramo de la autovía y pasábamos por Benamariel, recuerdo que delante de la iglesia quedaba casi todo o todo el año la maya y a primeros de febrero, muchas veces a últimos de enero, en el nido de la espadaña, junto al campanario, llegaba, de las primeras, una cigüeña. Las cigüeña de Benamariel era otro de los síndromes de proximidad de la primavera y del adelanto o no del verano.
Pringan los asuntos de que podría hablarse. Desde lo lúdico hasta lo económico, pasando, como es lógico, por lo sociopolítico y esa manta de sospechas, investigaciones, dudas, acusaciones y exculpaciones, más que defensas, que se están convirtiendo en clima de nuestro hábitat, mucho de lo que hay huele a esa decadencia que sigue a la madurez y precede a la decadencia y la caducidad.
Me parece urgente restablecer, unos principios que sirvan de cimientos a una ética que no basta que se describa en los códigos de conducta. Creo que sería mucho más importante que estuviera a la vez implantada en nuestra cabeza y nuestro corazón, el de cada cual. Deberíamos entender que es mucho más importante no hacerlo que procurar que no nos descubran.
De nada vale conocerlos por sus obras, cuando las palabras se convierten en disfraz y quien lo sabe acepta el trueque y todos tan contentos porque lo importante es que parezca.
No hace falta que sea y es más barata la mera apariencia, que, a veces, hasta da el pego.
El hecho, éste sin disfraz, es que la mimosa se resiste a pintarrajear, esbozar su proyecto, premonición, anuncio de la primavera y mañana mismo, si el buen padre Dios quiere, hará una semana del día quince y el retraso empieza a ser cosa de tener en cuenta.
Verano dudoso. Cuando el verano tarda o se retuerce, los turistas se retrasan, como las golondrinas, la mimosa o las cigüeñas, y es malo en un país empobrecido como está siendo el nuestro, que precisamente este año necesita más de esos euros con que los turistas entretienen sus vacaciones.
¿Habrán sido puntuales las cigüeñas?
Cuando yo era a ratos una miaja más importante y tenía que ir a las capitales de la autonomía y del reino, antes de que se hiciera el último tramo de la autovía y pasábamos por Benamariel, recuerdo que delante de la iglesia quedaba casi todo o todo el año la maya y a primeros de febrero, muchas veces a últimos de enero, en el nido de la espadaña, junto al campanario, llegaba, de las primeras, una cigüeña. Las cigüeña de Benamariel era otro de los síndromes de proximidad de la primavera y del adelanto o no del verano.
Pringan los asuntos de que podría hablarse. Desde lo lúdico hasta lo económico, pasando, como es lógico, por lo sociopolítico y esa manta de sospechas, investigaciones, dudas, acusaciones y exculpaciones, más que defensas, que se están convirtiendo en clima de nuestro hábitat, mucho de lo que hay huele a esa decadencia que sigue a la madurez y precede a la decadencia y la caducidad.
Me parece urgente restablecer, unos principios que sirvan de cimientos a una ética que no basta que se describa en los códigos de conducta. Creo que sería mucho más importante que estuviera a la vez implantada en nuestra cabeza y nuestro corazón, el de cada cual. Deberíamos entender que es mucho más importante no hacerlo que procurar que no nos descubran.
viernes, 20 de enero de 2012
Cita, un columnista, la famosa frase de Monterroso que se ha dado en considerar el más corto de los cuentos conocidos. Ese que dice que cuando se despertó, el dinosaurio estaba allí. Al fin y al cabo, una paráfrasis, una parodia o la síntesis de La Metamorfosis, de Kafka. Más corto sería decir que alguien nació, vivió y murió. Y así, con tres palabras, dejar escrita toda una biografía.
Cabe resumir todavía un poco más y decir sólo: vivió.
Es lo del concurso en que se debatía cuál es el más corto de los nombres conocidos. Propusieron O, el de María de la O, pero ganó, al final el de Nicasio, por aquello de que era “ni casi o”.
Vivir implica haber nacido y tener que morir. Nacer es una casualidad, morir una necesidad. Puedes nacer o no, pero si lo haces, o te lo hacen, has de morir.
¿Se renace, cada vez que se despierta? Hay sueños que se abandonan con pena, y, a cambio, otros que al despertar es como si te quitaran un terrible peso de encima. Bendito sea el buen padre Dios, se dice uno a sí mismo, no era verdad nada de cuanto me estaba pasando.
Despertamos últimamente cada día de la pesadilla del anterior para redescubrir que permanece, como el dinosaurio y seguimos pidiendo dinero prestado para pagar los préstamos pendientes. ¡Qué exitazo! ¡Nos siguen prestando! ¡Nos han prestado más dinero! Sobrecoge haber leído aquella extraordinaria obra que se llama “Carlos V y sus banqueros”. Lo del viejo emperador no fue nada, si se compara con las enormes fauces del cocodrilo político administrativo actual. Insaciable. Y toda una multitud reclamando que no decaiga, que hace falta más dinero para que no se interrumpa su importantísima función. La reiterada pregunta: ¿y lo mío? ¿cómo va lo mío?
Quite usted de ahí y de más allá, pero no de aquí, no de “lo mío”. Todo un clamor.
Y si alguien trata de poner orden, se lo comerán con patatas a medio freír. ¿No te jode, el tío ése? Pues no pretendía que trabajásemos más y ganásemos menos.
La lista es larga: no debe suprimirse ningún servicio, ninguno debe ser insuficientemente dotado, no cabe disminuir el número de ilustres que no trabajan pero sirven, no puedes echar funcionarios a la calle, “lo mío” es evidentemente primordial, una empresa no puede cerrar por perder dinero, al trabajador incompetente o incapaz o simple y sencillamente vago ni se te ocurra echarlo, de trabajar más ni mentarlo, de ganar menos ¡a quién se le ocurre!, si esto no marcha es “mala administración”, si le falta dinero suba usted los impuestos sin tocar los que me atañen a mí claro, exija de los bancos que presten sin mirar cuáles son las posibilidades que tiene de ganar para devolver.
Curiosa mentalidad la nuestra, colectiva, pero todavía más sorprendente cuando se examinan una por una las diferentes pretensiones de cada estamento, gremio, departamento, servicio o supuesta función social, y, dentro de cada uno de ellos, el de cada individuo de los que lo componemos. El resumen, la síntesis, el cuento cortísimo sería: ganemos más, trabajando menos; paguemos, endeudándonos más; que todo se arregle, siguiendo igual en lo que “a mí” me afecta, si acaso, mejorando un poco. Y en ese “a mí”, estamos todos y cada uno
Cabe resumir todavía un poco más y decir sólo: vivió.
Es lo del concurso en que se debatía cuál es el más corto de los nombres conocidos. Propusieron O, el de María de la O, pero ganó, al final el de Nicasio, por aquello de que era “ni casi o”.
Vivir implica haber nacido y tener que morir. Nacer es una casualidad, morir una necesidad. Puedes nacer o no, pero si lo haces, o te lo hacen, has de morir.
¿Se renace, cada vez que se despierta? Hay sueños que se abandonan con pena, y, a cambio, otros que al despertar es como si te quitaran un terrible peso de encima. Bendito sea el buen padre Dios, se dice uno a sí mismo, no era verdad nada de cuanto me estaba pasando.
Despertamos últimamente cada día de la pesadilla del anterior para redescubrir que permanece, como el dinosaurio y seguimos pidiendo dinero prestado para pagar los préstamos pendientes. ¡Qué exitazo! ¡Nos siguen prestando! ¡Nos han prestado más dinero! Sobrecoge haber leído aquella extraordinaria obra que se llama “Carlos V y sus banqueros”. Lo del viejo emperador no fue nada, si se compara con las enormes fauces del cocodrilo político administrativo actual. Insaciable. Y toda una multitud reclamando que no decaiga, que hace falta más dinero para que no se interrumpa su importantísima función. La reiterada pregunta: ¿y lo mío? ¿cómo va lo mío?
Quite usted de ahí y de más allá, pero no de aquí, no de “lo mío”. Todo un clamor.
Y si alguien trata de poner orden, se lo comerán con patatas a medio freír. ¿No te jode, el tío ése? Pues no pretendía que trabajásemos más y ganásemos menos.
La lista es larga: no debe suprimirse ningún servicio, ninguno debe ser insuficientemente dotado, no cabe disminuir el número de ilustres que no trabajan pero sirven, no puedes echar funcionarios a la calle, “lo mío” es evidentemente primordial, una empresa no puede cerrar por perder dinero, al trabajador incompetente o incapaz o simple y sencillamente vago ni se te ocurra echarlo, de trabajar más ni mentarlo, de ganar menos ¡a quién se le ocurre!, si esto no marcha es “mala administración”, si le falta dinero suba usted los impuestos sin tocar los que me atañen a mí claro, exija de los bancos que presten sin mirar cuáles son las posibilidades que tiene de ganar para devolver.
Curiosa mentalidad la nuestra, colectiva, pero todavía más sorprendente cuando se examinan una por una las diferentes pretensiones de cada estamento, gremio, departamento, servicio o supuesta función social, y, dentro de cada uno de ellos, el de cada individuo de los que lo componemos. El resumen, la síntesis, el cuento cortísimo sería: ganemos más, trabajando menos; paguemos, endeudándonos más; que todo se arregle, siguiendo igual en lo que “a mí” me afecta, si acaso, mejorando un poco. Y en ese “a mí”, estamos todos y cada uno
jueves, 19 de enero de 2012
Por dos veces, he tachado, la última definitivamente, mi comentario del partido de ayer. No quiero ni molestar ni herir a algunos amigos que prefieren y admiran al otro equipo. Como es lógico, lo que sí repito es que me alegro y mucho de que hayan ganado los que yo prefiero.
Se ha retrasado la mimosa de la ladera del monte en brotar: Mi señal particular y por lo que recuerdo acertada, de que este año no habrá un buen verano o vendrá también, como ella, tarde.
Lleva, por ahora, poco retraso, ya que la fecha clave fue el domingo pasado, día quince, que es el que digamos el punto en que debe situarse, para indicar equilibrio, el fiel de la balanza, en este caso del tiempo. Y hoy es ya dieciocho. Tal vez si floreciese antes del domingo veintidós podríamos hablar de una relativa normalidad, un retraso razonable.
Contemplo en un vídeo cómo entierran en el mínimo cementerio de Perbes a Fraga, la voz airada del cambio político, tal vez uno más en la lista de los políticos cogidos de improviso con un pie en lo castizo y otro en las novedades, tratando de compaginar. Tuvo suerte, logró ser longevo, morir en su casa y atendido por sus hijos. Cuando, como él, se trata de servir de puente entre las dos épocas, las dos tendencias, las dos categorías, los dos personajes en que consiste, que estiran y encogen y acongojan a España, se suele acabar de peores maneras.
Hace falta mucha paciencia, cuando se es tan clarividente hombre de estado como era y con su vehemente temperamento, para someterse, como al fin y al cabo logró, a aceptar el paso y los errores a que se avanzaba y en los que se incurría a su alrededor en una época de la historia como la apasionante que nos ha tocado vivir.
A veces, recorro mis experiencias y sentimientos, que empiezan, con los siete años de entonces, en 1936, pasan por un ingreso en el bachillerato de 1939, inician una carrera en 1946, la terminan en 1951, pasan por la duda razonable de la tecnocracia de la década de los 60, asisten a la muerte de Franco en 1975 y sufren la convulsión siguiente, hasta la Constitución de 1978, todas fechas trascendentales sugerentes de interminables ristras de preguntas, casi ninguna de las cuales tiene que ver con las deformadas versiones que de un lado y de otro de los acontecimientos, las preferencias y las tendencias con que escucho, leo y me maravillo, atónito, de lo difícil que resulta equilibrar, escuchar, entender, en definitiva ejercer este privilegio de vivir que nadie sabe por qué nos ha sido concedido precisamente a nosotros.
Se ha retrasado la mimosa de la ladera del monte en brotar: Mi señal particular y por lo que recuerdo acertada, de que este año no habrá un buen verano o vendrá también, como ella, tarde.
Lleva, por ahora, poco retraso, ya que la fecha clave fue el domingo pasado, día quince, que es el que digamos el punto en que debe situarse, para indicar equilibrio, el fiel de la balanza, en este caso del tiempo. Y hoy es ya dieciocho. Tal vez si floreciese antes del domingo veintidós podríamos hablar de una relativa normalidad, un retraso razonable.
Contemplo en un vídeo cómo entierran en el mínimo cementerio de Perbes a Fraga, la voz airada del cambio político, tal vez uno más en la lista de los políticos cogidos de improviso con un pie en lo castizo y otro en las novedades, tratando de compaginar. Tuvo suerte, logró ser longevo, morir en su casa y atendido por sus hijos. Cuando, como él, se trata de servir de puente entre las dos épocas, las dos tendencias, las dos categorías, los dos personajes en que consiste, que estiran y encogen y acongojan a España, se suele acabar de peores maneras.
Hace falta mucha paciencia, cuando se es tan clarividente hombre de estado como era y con su vehemente temperamento, para someterse, como al fin y al cabo logró, a aceptar el paso y los errores a que se avanzaba y en los que se incurría a su alrededor en una época de la historia como la apasionante que nos ha tocado vivir.
A veces, recorro mis experiencias y sentimientos, que empiezan, con los siete años de entonces, en 1936, pasan por un ingreso en el bachillerato de 1939, inician una carrera en 1946, la terminan en 1951, pasan por la duda razonable de la tecnocracia de la década de los 60, asisten a la muerte de Franco en 1975 y sufren la convulsión siguiente, hasta la Constitución de 1978, todas fechas trascendentales sugerentes de interminables ristras de preguntas, casi ninguna de las cuales tiene que ver con las deformadas versiones que de un lado y de otro de los acontecimientos, las preferencias y las tendencias con que escucho, leo y me maravillo, atónito, de lo difícil que resulta equilibrar, escuchar, entender, en definitiva ejercer este privilegio de vivir que nadie sabe por qué nos ha sido concedido precisamente a nosotros.
miércoles, 18 de enero de 2012
¿Quién me regaló un estereóscopo? Ya no recuerdo, pero sí la maravilla de sus dobles fotografías, susceptibles de verse en relieve cuando todavía era un proyecto la fotografía de colores.
Vendían paquetes de paisajes rústicos y urbanos. Arboles frondosos, arquerías, ajimeces, claustros, puertos llenos de balandros con sus palos haciendo bosque.
Lo recuerdo ahora con esto de televisiones, consolas y películas tridimensionales, con y sin gafas. Cada día un pasito, una actualización. Ponerse al día ya no está al alcance de nadie. Pasa como con el saber, que siempre me impresionó a mí profundamente que mi libro de historia dijese que san Isidoro de Sevilla era un “compendio del saber de su tiempo”. Tremendo. Saber todo lo que en su tiempo se podía saber. Una especie de internet humano. Por cierto, ¿“internet” es masculino, femenino, neutro, común, epiceno o ambiguo?
El saber. Misterioso y acuciante anhelo de algunas gentes. A otras les importa un comino saber cosas. Ay quien dice que hasta veintitrés clases de inteligencia permiten al ser humano serlo sin necesidad de saberlo todo. Aún así, hay a quienes nos ocurre que suscita nuestra curiosidad cuanto pasa a nuestro alrededor. Me gustaría conocer todas las clases y características de los árboles, las piedras, los arbustos, las flores, los pájaros. Saber qué pájaro es ése que canta. Y relacionar unos con otros los acontecimientos históricos y colocarlos en sus respectivas épocas. Y conocer todas las palabras y sus significados.
Y cuando lo supiera todo …
La experiencia me dice que cuanto más sepa una persona, será como si acumulase los conocimientos como bloques grandes, a su lado. Cuantos más sean, más larga será la acuciante sombra de ignorancia que proyecten.
Tomo nota para su ulterior desarrollo: la idea del camino de la vida de cada cual como camino iniciático que desarrolla el trayecto de su fracaso personal. El hombre, deslumbrante soñador, hacia el final de sus días, descubre que nunca se llega del todo y debe aceptarse con humildad y paciencia, pero empecinado, hasta el final, en tratar de lograrlo.
Vendían paquetes de paisajes rústicos y urbanos. Arboles frondosos, arquerías, ajimeces, claustros, puertos llenos de balandros con sus palos haciendo bosque.
Lo recuerdo ahora con esto de televisiones, consolas y películas tridimensionales, con y sin gafas. Cada día un pasito, una actualización. Ponerse al día ya no está al alcance de nadie. Pasa como con el saber, que siempre me impresionó a mí profundamente que mi libro de historia dijese que san Isidoro de Sevilla era un “compendio del saber de su tiempo”. Tremendo. Saber todo lo que en su tiempo se podía saber. Una especie de internet humano. Por cierto, ¿“internet” es masculino, femenino, neutro, común, epiceno o ambiguo?
El saber. Misterioso y acuciante anhelo de algunas gentes. A otras les importa un comino saber cosas. Ay quien dice que hasta veintitrés clases de inteligencia permiten al ser humano serlo sin necesidad de saberlo todo. Aún así, hay a quienes nos ocurre que suscita nuestra curiosidad cuanto pasa a nuestro alrededor. Me gustaría conocer todas las clases y características de los árboles, las piedras, los arbustos, las flores, los pájaros. Saber qué pájaro es ése que canta. Y relacionar unos con otros los acontecimientos históricos y colocarlos en sus respectivas épocas. Y conocer todas las palabras y sus significados.
Y cuando lo supiera todo …
La experiencia me dice que cuanto más sepa una persona, será como si acumulase los conocimientos como bloques grandes, a su lado. Cuantos más sean, más larga será la acuciante sombra de ignorancia que proyecten.
Tomo nota para su ulterior desarrollo: la idea del camino de la vida de cada cual como camino iniciático que desarrolla el trayecto de su fracaso personal. El hombre, deslumbrante soñador, hacia el final de sus días, descubre que nunca se llega del todo y debe aceptarse con humildad y paciencia, pero empecinado, hasta el final, en tratar de lograrlo.
martes, 17 de enero de 2012
Los cochecitos. No; no me refiero a los de niños, sino a esos de quiero y no puedo, que inundan, domingueros, los rincones todos, incluso los prohibidos de mi degradado pueblecito.
Hombre, está claro, un núcleo urbano se degrada a medida que deja de serlo y se convierte en lugar de tránsito, residencia provisional de funcionarios, turistas y agonizantes –un viejo cualquiera, es en realidad un agonizante a que el resuello le va a durar más o menos, pero nunca demasiado.
Estábamos en lo de los cochecitos. Esa plaga.
Hombres, mujeres y casi niños y niñas, pululan con sus cochecitos por el degradado pueblecito, tan incapaz de defenderse como la provecta mayoría de sus habitantes.
En verano, no. En verano, la turistada se enfrenta con ellos y se han dado ocasiones de vergonzante derrota del auriga, y uno de estos chicos de Madrid o de Valladolid, Sevilla o Marmolejo, se ufana: ¿habíais visto al jodido cabrón ese del coche de los cojones …?
El léxico del peatón guiri, no siempre es morigerado, cortés ni siquiera comedido.
Durante su ausencia, a los agonizantes ni se nos ocurre enfrentarnos con ellos, y así se van creciendo, se suben a las aceras, se meten por los jardines, paran sobre los pasos de cebra, se instalan en los badenes. Algún pintoresco dueño de badén insistía en cierta ocasión en que si él pagaba por ese biselado de la acera, lógico que, además de tener un coche en el garaje a que daba salida, era que pudiese él, además, ocupar el susodicho badén con otro coche.
Compensa verlos habitualmente asidos a los volantes, con los dientes apretados, visiblemente tensos, dando vueltas y más vueltas en busca de aparcamiento, y, si no lo hubiera, de ese discreto rincón donde ¡no joda, hombre! ¡si no es más que un momentín!
Un momentín para hacer la compra en el super, un momentín para recoger el apartado de correos, un momentín para asistir a misa, un momentín para comprar pan, tabaco, un sello o sacar dinero del cajero.
El cajero, muy atento, te informa de que esta operación te costará dos euros ¿continuar? Otro día hablaremos de las “comisiones”, pero hoy estamos en esto de los coches y sus momentinos.
Al lado del conductor solía ir ella, con aquel aire de “haber llegado” y ahora poder ir repantigada en su asiento de copiloto, dando consejos al atribulado marido, hermano, padre, yerno que está hasta los cojones de que me indique lo que tengo que hacer, justo cuando la circulación es más atosigante. Ahora se ha reproducido, en esto del sobreuso del cochecito, el fenómeno invasivo de la mujer desatada –“estuvimos, dice una buena amiga mía, verdaderamente atadas …"-, ávida de demostrar que son iguales que nosotros, solo que un poco mejores. Ahora ya son tantas o más las mujeres al volante, y se han apresurado a informarse de, y mejorar, las mañas, los vicios y los excesos de los machos.
Tengo un vecino expeditivo, que cuando un cochecito se le atraviesa en la acera de su portal, baja y de un martillazo le escoña un retrovisor. Doscientos cincuenta euros, más o menos, dice uno de mis hijos, victima de esta curiosa práctica defensiva del territorio. Cosa, se me ocurre, de sugerir a un taller, que me han dicho que andan flojos de trabajo, ir a la parte. Tal y como está el panorama, para cuando lleguemos, alguien se nos habrá adelantado.
Hombre, está claro, un núcleo urbano se degrada a medida que deja de serlo y se convierte en lugar de tránsito, residencia provisional de funcionarios, turistas y agonizantes –un viejo cualquiera, es en realidad un agonizante a que el resuello le va a durar más o menos, pero nunca demasiado.
Estábamos en lo de los cochecitos. Esa plaga.
Hombres, mujeres y casi niños y niñas, pululan con sus cochecitos por el degradado pueblecito, tan incapaz de defenderse como la provecta mayoría de sus habitantes.
En verano, no. En verano, la turistada se enfrenta con ellos y se han dado ocasiones de vergonzante derrota del auriga, y uno de estos chicos de Madrid o de Valladolid, Sevilla o Marmolejo, se ufana: ¿habíais visto al jodido cabrón ese del coche de los cojones …?
El léxico del peatón guiri, no siempre es morigerado, cortés ni siquiera comedido.
Durante su ausencia, a los agonizantes ni se nos ocurre enfrentarnos con ellos, y así se van creciendo, se suben a las aceras, se meten por los jardines, paran sobre los pasos de cebra, se instalan en los badenes. Algún pintoresco dueño de badén insistía en cierta ocasión en que si él pagaba por ese biselado de la acera, lógico que, además de tener un coche en el garaje a que daba salida, era que pudiese él, además, ocupar el susodicho badén con otro coche.
Compensa verlos habitualmente asidos a los volantes, con los dientes apretados, visiblemente tensos, dando vueltas y más vueltas en busca de aparcamiento, y, si no lo hubiera, de ese discreto rincón donde ¡no joda, hombre! ¡si no es más que un momentín!
Un momentín para hacer la compra en el super, un momentín para recoger el apartado de correos, un momentín para asistir a misa, un momentín para comprar pan, tabaco, un sello o sacar dinero del cajero.
El cajero, muy atento, te informa de que esta operación te costará dos euros ¿continuar? Otro día hablaremos de las “comisiones”, pero hoy estamos en esto de los coches y sus momentinos.
Al lado del conductor solía ir ella, con aquel aire de “haber llegado” y ahora poder ir repantigada en su asiento de copiloto, dando consejos al atribulado marido, hermano, padre, yerno que está hasta los cojones de que me indique lo que tengo que hacer, justo cuando la circulación es más atosigante. Ahora se ha reproducido, en esto del sobreuso del cochecito, el fenómeno invasivo de la mujer desatada –“estuvimos, dice una buena amiga mía, verdaderamente atadas …"-, ávida de demostrar que son iguales que nosotros, solo que un poco mejores. Ahora ya son tantas o más las mujeres al volante, y se han apresurado a informarse de, y mejorar, las mañas, los vicios y los excesos de los machos.
Tengo un vecino expeditivo, que cuando un cochecito se le atraviesa en la acera de su portal, baja y de un martillazo le escoña un retrovisor. Doscientos cincuenta euros, más o menos, dice uno de mis hijos, victima de esta curiosa práctica defensiva del territorio. Cosa, se me ocurre, de sugerir a un taller, que me han dicho que andan flojos de trabajo, ir a la parte. Tal y como está el panorama, para cuando lleguemos, alguien se nos habrá adelantado.
lunes, 16 de enero de 2012
La perrita, ya perra, tiene un pretendiente que no gusta a la familia. La familia soy yo. La perrita, recién perra y por lo tanto sin criterio, no se da cuenta de que una perrita blanca, de agua, con piel de algodón y sin experiencia, no puede dejarse hacer por un perro golfo, ojijunto, sucio, suelto y desgreñado, que nos acosa a mi perrita, recién perra, y a mí. Por poco me mata, ayer, enredado con el mando de la perrita, sus idas y venidas, tan pronto por delante como por detrás, por los lados, menos mal que no tiene, el puñetero, alas.
Me quedé sin aliento, defendiendo el honor de la familia, llegué a casa que casi no llegué, resollando, sin aire, y tuve que sentarme en la escalera, a recobrar vitalidad.
No se puede ni ser vieyo en paz.
No se puede tener a cargo una perrita núbil, algodonosa, en celo.
No se puede tener vecinos tan insensatos que dejen salir a sus perros de noche solos a buscarse planes. No, cuando hay unas ordenanzas municipales que prohíben soltar a los perros por la calle, obligan a llevarlos sujetos con correas de no más de una determinada dimensión –dos metros- y te amenazan con multas en pesetas millonarias, ya que hablan de hasta diez mil euros para casos de cagada que no se recoja con el debido esmero.
Al parecer este jodido vecino tiene bula. Hace unos días, el mismo perrito, ya nos había perseguido, nos tenía acoquinados contra una pared, ya que es imposible sujetar a una perrita loca y a la vez repeler al escurridizo macho enamorado, que le das una patada y ya no está, pasó un guardia municipal, lo llamé, le pedí auxilio, va y me dice que debe ser el perro del dueño de un bar cercano, comenta que sería difícil atraparlo y me deja con todo el pastel de que pude ir deshaciéndome poco a poco, a duras penas y quedándonos, cada veinte metros, de nuevo sitiados, ridículos, desasistidos.
Me molesta denunciar, pero me temo que voy a tener que reconsiderar tanto la conducta del guardia municipal como la del dueño del perro. Máxime cuando ayer verdaderamente me quedé sin aire y un viejo supongo que puede morirse de ahogo por el estilo.
O eso o licenciar a la perrita, perra, que, por otra parte, en casa nos quita penas y cavilaciones.
Lo primero, en estos casos, recobrar la respiración. Lo segundo, apagar la ira. En tercer lugar, echar paciencia en las brasas. Hecho todo lo cual, hasta puedes reírte de ti mismo y de la triste figura que se hace cuando se dejan de tener facultades para enfrentarse con las pequeñas aventuras de la calle. Por la calle, pasa la vida como un alegre tropel con charangas y todo. Van, cantando juntos, la vida y la muerte, los condenados y los suertudos. La mayoría sin saberlo y empecinados en seguir yendo cada cual a lo suyo. Al fin y al cabo ese perruco con cara de infame Gurriato al acecho, lo único que hace es tratar de cumplir con el mandato de su instinto, que evita que se acaben los perros. Y la perrita, que ya es perra, se ve que entiende el mensaje.
Me quedé sin aliento, defendiendo el honor de la familia, llegué a casa que casi no llegué, resollando, sin aire, y tuve que sentarme en la escalera, a recobrar vitalidad.
No se puede ni ser vieyo en paz.
No se puede tener a cargo una perrita núbil, algodonosa, en celo.
No se puede tener vecinos tan insensatos que dejen salir a sus perros de noche solos a buscarse planes. No, cuando hay unas ordenanzas municipales que prohíben soltar a los perros por la calle, obligan a llevarlos sujetos con correas de no más de una determinada dimensión –dos metros- y te amenazan con multas en pesetas millonarias, ya que hablan de hasta diez mil euros para casos de cagada que no se recoja con el debido esmero.
Al parecer este jodido vecino tiene bula. Hace unos días, el mismo perrito, ya nos había perseguido, nos tenía acoquinados contra una pared, ya que es imposible sujetar a una perrita loca y a la vez repeler al escurridizo macho enamorado, que le das una patada y ya no está, pasó un guardia municipal, lo llamé, le pedí auxilio, va y me dice que debe ser el perro del dueño de un bar cercano, comenta que sería difícil atraparlo y me deja con todo el pastel de que pude ir deshaciéndome poco a poco, a duras penas y quedándonos, cada veinte metros, de nuevo sitiados, ridículos, desasistidos.
Me molesta denunciar, pero me temo que voy a tener que reconsiderar tanto la conducta del guardia municipal como la del dueño del perro. Máxime cuando ayer verdaderamente me quedé sin aire y un viejo supongo que puede morirse de ahogo por el estilo.
O eso o licenciar a la perrita, perra, que, por otra parte, en casa nos quita penas y cavilaciones.
Lo primero, en estos casos, recobrar la respiración. Lo segundo, apagar la ira. En tercer lugar, echar paciencia en las brasas. Hecho todo lo cual, hasta puedes reírte de ti mismo y de la triste figura que se hace cuando se dejan de tener facultades para enfrentarse con las pequeñas aventuras de la calle. Por la calle, pasa la vida como un alegre tropel con charangas y todo. Van, cantando juntos, la vida y la muerte, los condenados y los suertudos. La mayoría sin saberlo y empecinados en seguir yendo cada cual a lo suyo. Al fin y al cabo ese perruco con cara de infame Gurriato al acecho, lo único que hace es tratar de cumplir con el mandato de su instinto, que evita que se acaben los perros. Y la perrita, que ya es perra, se ve que entiende el mensaje.
Marcelo Fraga Iribarne era de mi curso, allá en San Bernardo del Madrid de la segunda mitad de los años cuarenta, y en el piso de abajo, daba clase su hermano Manolo, en la facultad de Económicas y Sociales, del que se decía que era gallego y un genio.
No lo conocí personalmente hasta un día que, durante la primera campaña electoral de la transición, dimos un mitin juntos en Gijón, en un pabellón de deportes.
Cuando Franco, había quien decía que Fraga no era del todo adicto, chocaba con unos por no ser falangista y con otros porque esta llegando la etapa de los tecnócratas. Fraga era liberal de derechas, creo yo, y gallego, como Franco, pero de otro modo. Hay muchos modos de ser gallego sin dejar de serlo. Todos se parecen, pero ninguno es igual que el otro. Galicia, tan vieja como es y tan mítica, mágica y druídica, es incluso diferente de sí misma y puede ser de muchas maneras, todas gallegas de pura cepa. Así Manuel Fraga y Pío Cabanillas, también ambos gallegos, también de diferente manera, pero más parecidos entre sí que cualquiera de ellos con Franco, sobre todo cuando Franco empezó a cansarse y envejecer, que iba pareciéndose cada vez menos a sí mismo, en su afán de dejar encauzado un cambio que fuese continuidad, pero no.
Fraga pudo haber inventado una España diferente, pero tuvo la escasa suerte de que cuando se disponía a hacerse cargo del timón, la gente se dio cuenta de que podría ser bueno cambiar de postura y lo devolvió a Galicia. En mi opinión, una suerte para Galicia, a la que dedicó sus últimos años de plena utilidad y capacidad y así les ha ido, que me da la impresión de que están preparados para la salida de este generalizado agobio que padecemos.
Fraga fue uno de los hombres más honestos y capaces de su tiempo, pero su tiempo ya no era suyo y tuvo que compartirlo. Tenía defectos, pero ¿quién no? Y pienso que su capacidad los superaba. Ignoro si habría sido o no un buen y oportuno presidente de gobierno, pero no hubo ocasión. Lo que sí pienso es que la Constitución habría salido peor si él no hubiera estado allí, y que Galicia no estaría lo boyante y preparada que está si él hubiese faltado.
Ambos pasamos por casa Julián, de Niserias, pero nunca coincidimos. Lo siento porque me habría gustado jugar con él al dominó, saber cómo lo hacía en esta época en que el jugador de dominó, como el urogallo y el lince, parecen especies en peligro de extinción.
Desperdiciar gran parte de la enérgica capacidad de Fraga, con el que estuve de acuerdo en unas cosas y no en otras, fue un gran error. Permanecerá sin duda en varias páginas de la historia de España. Acredita su extraordinaria valía la virulencia de las críticas de sus adversarios políticos, muchos de los cuales, ahora que descansa, la reconocen. Dios le tenga consigo.
No lo conocí personalmente hasta un día que, durante la primera campaña electoral de la transición, dimos un mitin juntos en Gijón, en un pabellón de deportes.
Cuando Franco, había quien decía que Fraga no era del todo adicto, chocaba con unos por no ser falangista y con otros porque esta llegando la etapa de los tecnócratas. Fraga era liberal de derechas, creo yo, y gallego, como Franco, pero de otro modo. Hay muchos modos de ser gallego sin dejar de serlo. Todos se parecen, pero ninguno es igual que el otro. Galicia, tan vieja como es y tan mítica, mágica y druídica, es incluso diferente de sí misma y puede ser de muchas maneras, todas gallegas de pura cepa. Así Manuel Fraga y Pío Cabanillas, también ambos gallegos, también de diferente manera, pero más parecidos entre sí que cualquiera de ellos con Franco, sobre todo cuando Franco empezó a cansarse y envejecer, que iba pareciéndose cada vez menos a sí mismo, en su afán de dejar encauzado un cambio que fuese continuidad, pero no.
Fraga pudo haber inventado una España diferente, pero tuvo la escasa suerte de que cuando se disponía a hacerse cargo del timón, la gente se dio cuenta de que podría ser bueno cambiar de postura y lo devolvió a Galicia. En mi opinión, una suerte para Galicia, a la que dedicó sus últimos años de plena utilidad y capacidad y así les ha ido, que me da la impresión de que están preparados para la salida de este generalizado agobio que padecemos.
Fraga fue uno de los hombres más honestos y capaces de su tiempo, pero su tiempo ya no era suyo y tuvo que compartirlo. Tenía defectos, pero ¿quién no? Y pienso que su capacidad los superaba. Ignoro si habría sido o no un buen y oportuno presidente de gobierno, pero no hubo ocasión. Lo que sí pienso es que la Constitución habría salido peor si él no hubiera estado allí, y que Galicia no estaría lo boyante y preparada que está si él hubiese faltado.
Ambos pasamos por casa Julián, de Niserias, pero nunca coincidimos. Lo siento porque me habría gustado jugar con él al dominó, saber cómo lo hacía en esta época en que el jugador de dominó, como el urogallo y el lince, parecen especies en peligro de extinción.
Desperdiciar gran parte de la enérgica capacidad de Fraga, con el que estuve de acuerdo en unas cosas y no en otras, fue un gran error. Permanecerá sin duda en varias páginas de la historia de España. Acredita su extraordinaria valía la virulencia de las críticas de sus adversarios políticos, muchos de los cuales, ahora que descansa, la reconocen. Dios le tenga consigo.
domingo, 15 de enero de 2012
-Se casa, lo sabemos de buena tinta, noticia confirmada, y el otro, ya dicho, se descasa, y se han amontonado ésta y aquél, que te lo digo yo, que a aquél, además, lo han cazado en brazo de la otra, y la otra, dice su marido que mañana mismo la pone en la calle, porque hay un tercero, o tal vez una cuarta.
-La cuarta, en realidad, es homo, de modo que no la verás con ese que dices, sino con la que ya sabes. La que ya sabes, dice todo el mundo que se acuesta con el otro que la venía a buscar y se encontró con la nueva con que ahora sale y ayer, en la discoteca … ya sabes, pero no se puede comentar aún, sin que nos lo confirmen otras dos fuentes por lo menos.
-De quien no se sabe nada es de las que no se hablaban. Dicen que han llegado a un acuerdo y una sale con él lunes miércoles y viernes y la otra martes, jueves y sábados, salvo caso de estricta necesidad, que avisando con la antelación debida se mudan el turno.
-¿Y qué me dices de esa?
-Lo de siempre, que, agotado el sentimiento del último adolescente ya ha puesto una nota en la red social de siempre, buscando otro.
-Los agota.
-Los quema.
-Dicen que les fotografía, ya sabes … y que tiene una colección más cotizada, por lo menos en el gremio, que las de sellos o de estrellas del fútbol americano de los treinta.
-Pues ya, ya.
Entras en casa, alguien ha dejado encendida la tele y están ahí. Si los dejas, un día tras otro, y no hay boda, bautizo, aborto, divorcio, cuerno, pìtón, reconciliación, descrédito ni bronca que les ataña y no salga.
-¿Y ésa?
-Esa, como puedes comprobar en la revista por antonomasia, donde todo se recoge, archiva para la hemeroteca, se sintetiza para avisos de alcance de las salas de espera, es una pelandusca de tomo y lomo, que encima cobra y no paga a hacienda.
-¿Ah, pero el amor no paga impuestos?
-Depende de si mueve o no capital, precio, retribución, provoca ganancia, es o no profesionalizado, se actúa en concepto de comerciante, ocasional, amateur habitual, por cuenta propia o por cuenta ajena. Ultimamente me han hablado de unas autónomas que quitan el hipo, pero limpian concienzudamente las billeteras. Lógico que deban pagar ¿no?
-¿Y todo esto …?
-Todo esto genera un torrente económico de extraordinario caudal, que fluye a diario de unos bolsillos a otros sin que nadie tenga que esforzarse. Sólo hablar, salir, bailar, follar a troche y moche, romper, tirarse los trastos a la cabeza, poner carita de seria circunspección, lamento indio, fingida pesadumbre, alegría mendaz.
-Y de este asunto …
-Querrás decir de “estos” asuntos. Pues sí. Vive cantidad de genta y les da cuerda, los anima, aplaude con entusiasmo cada evento que les atañe, y, si no hay otro, los provoca y les va con el cuento: oye, ¿te enteraste de lo que dijo de ti ésa? Y sin vacilar surge la respuesta: ¡pues ella sí que es una zorra!. Ya está en marcha la exclusiva, el follón, el tejemaneje.
-Pero bueno, y todo eso ¿a quién importa?
-Buena pregunta. Nadie lo confiesa. Tal vez sea uno de nuestros mayores misterios sociales pendientes. Pero se asegura que hay quien cada día que sale la revista, lo primero que hace, al lado todavía del quiosco, es comprobar que no se ha cometido la imperdonable ofensa de omitirle en las páginas de este número.
-La cuarta, en realidad, es homo, de modo que no la verás con ese que dices, sino con la que ya sabes. La que ya sabes, dice todo el mundo que se acuesta con el otro que la venía a buscar y se encontró con la nueva con que ahora sale y ayer, en la discoteca … ya sabes, pero no se puede comentar aún, sin que nos lo confirmen otras dos fuentes por lo menos.
-De quien no se sabe nada es de las que no se hablaban. Dicen que han llegado a un acuerdo y una sale con él lunes miércoles y viernes y la otra martes, jueves y sábados, salvo caso de estricta necesidad, que avisando con la antelación debida se mudan el turno.
-¿Y qué me dices de esa?
-Lo de siempre, que, agotado el sentimiento del último adolescente ya ha puesto una nota en la red social de siempre, buscando otro.
-Los agota.
-Los quema.
-Dicen que les fotografía, ya sabes … y que tiene una colección más cotizada, por lo menos en el gremio, que las de sellos o de estrellas del fútbol americano de los treinta.
-Pues ya, ya.
Entras en casa, alguien ha dejado encendida la tele y están ahí. Si los dejas, un día tras otro, y no hay boda, bautizo, aborto, divorcio, cuerno, pìtón, reconciliación, descrédito ni bronca que les ataña y no salga.
-¿Y ésa?
-Esa, como puedes comprobar en la revista por antonomasia, donde todo se recoge, archiva para la hemeroteca, se sintetiza para avisos de alcance de las salas de espera, es una pelandusca de tomo y lomo, que encima cobra y no paga a hacienda.
-¿Ah, pero el amor no paga impuestos?
-Depende de si mueve o no capital, precio, retribución, provoca ganancia, es o no profesionalizado, se actúa en concepto de comerciante, ocasional, amateur habitual, por cuenta propia o por cuenta ajena. Ultimamente me han hablado de unas autónomas que quitan el hipo, pero limpian concienzudamente las billeteras. Lógico que deban pagar ¿no?
-¿Y todo esto …?
-Todo esto genera un torrente económico de extraordinario caudal, que fluye a diario de unos bolsillos a otros sin que nadie tenga que esforzarse. Sólo hablar, salir, bailar, follar a troche y moche, romper, tirarse los trastos a la cabeza, poner carita de seria circunspección, lamento indio, fingida pesadumbre, alegría mendaz.
-Y de este asunto …
-Querrás decir de “estos” asuntos. Pues sí. Vive cantidad de genta y les da cuerda, los anima, aplaude con entusiasmo cada evento que les atañe, y, si no hay otro, los provoca y les va con el cuento: oye, ¿te enteraste de lo que dijo de ti ésa? Y sin vacilar surge la respuesta: ¡pues ella sí que es una zorra!. Ya está en marcha la exclusiva, el follón, el tejemaneje.
-Pero bueno, y todo eso ¿a quién importa?
-Buena pregunta. Nadie lo confiesa. Tal vez sea uno de nuestros mayores misterios sociales pendientes. Pero se asegura que hay quien cada día que sale la revista, lo primero que hace, al lado todavía del quiosco, es comprobar que no se ha cometido la imperdonable ofensa de omitirle en las páginas de este número.
sábado, 14 de enero de 2012
Se enciende y se apaga, rítmico, un anuncio sobre la cabecera del periódico digital, en que dice que las oposiciones no son sólo cuestión de suerte. Y me animo a hablar, después de tantos años, de los míos de opositor fracasado, de una inolvidable experiencia, que guardo como una herida en mi orgullo personal, ese jardín murado del ego por que solemos pasear solos y sin disfraz.
Las oposiciones son cuestión de concentración y constancia repetitiva. Si eres capaz, que yo no, de concentrarte, sintetizar, redactar lo sintetizado y repetir una y otra, vez reiterar su atenta, insistente, concentrada lectura, hasta saber la retahíla como una oración habitual, harás tu examen y ganarás tu plaza por oposición. Si no eres capaz de hacer eso, déjalas cuanto antes. No te empecines. No te dejes convencer. O eso u otra cosa. Se puede ser muchas cosas y al fin y al cabo, no era tan importante.
Hay que resistir, cuando menos, varios meses, cuando más, entre año y medio y dos o hasta tres. Tuve por lo menos dos amigos, uno extraordinariamente inteligente, creo que prodigioso humanista, que sufrieron graves patologías mentales y tuvieron que abandonar.
No era tan importante, pero ellos no lo supieron a tiempo.
No lo es, o te consuelas convenciéndote a ti mismo, que has de sobrevivir, de que no lo es.
Cuanto más leas, aprendas, descubras, te intereses por el conocimiento de cuanto se relacione o no con lo que debe ser tu obsesión, cuanta más imaginación te acose durante el tiempo de estudio, menos probabilidades tendrás de éxito. Lo que aprendas, te servirá para otra u otras cosas.
No tengo datos para comparar, pero me temo que el sistema de oposición no es el mejor para seleccionar a personas aptas para desempeñar por lo menos algunos de los cargos o de las funciones que se ganan por oposición.
Opino que habría que partir de dos fórmulas selectivas: la primera durante los estudios universitarios. Una preparación de grupos de alumnos en número razonable, nunca más de cuarenta en el aula y preferible entre veinte y treinta, permiten a catedráticos vocacionales seleccionar a los más aptos para optar a cada clase de puesto, función o trabajo de cada dedicación profesional. La segunda fórmula haría trabajar más a los tribunales de examen. Supondría la proposición de un caso práctico –preferiblemente sacado de experiencias de la vida real, más o menos adobadas con posibles alternativas o circunstancias- y que los optantes lo resolvieran explicando sus criterios determinantes de una solución que, de estar bien razonada, ni siquiera tendría que ser la oficialmente correcta.
La memoria, opino con la mayor humildad, no es el mejor criterio para ser útil en una dedicación profesional cualquiera.
Creo que una mesurada capacidad imaginativa, vigilada por la razón, asistida progresivamente por la experiencia y si acaso auxiliada por la memoria dan la medida de la clase de inteligencia que hace falta a un juez, a un notario, a un abogado del estado o a un catedrático o un secretario de juzgado o de ayuntamiento, un registrador de la propiedad o un fiscal.
Pero yo, opositor fracasado, no tengo en esto, como en casi todo, más que un criterio subjetivo de que no puedo fiar del todo
Las oposiciones son cuestión de concentración y constancia repetitiva. Si eres capaz, que yo no, de concentrarte, sintetizar, redactar lo sintetizado y repetir una y otra, vez reiterar su atenta, insistente, concentrada lectura, hasta saber la retahíla como una oración habitual, harás tu examen y ganarás tu plaza por oposición. Si no eres capaz de hacer eso, déjalas cuanto antes. No te empecines. No te dejes convencer. O eso u otra cosa. Se puede ser muchas cosas y al fin y al cabo, no era tan importante.
Hay que resistir, cuando menos, varios meses, cuando más, entre año y medio y dos o hasta tres. Tuve por lo menos dos amigos, uno extraordinariamente inteligente, creo que prodigioso humanista, que sufrieron graves patologías mentales y tuvieron que abandonar.
No era tan importante, pero ellos no lo supieron a tiempo.
No lo es, o te consuelas convenciéndote a ti mismo, que has de sobrevivir, de que no lo es.
Cuanto más leas, aprendas, descubras, te intereses por el conocimiento de cuanto se relacione o no con lo que debe ser tu obsesión, cuanta más imaginación te acose durante el tiempo de estudio, menos probabilidades tendrás de éxito. Lo que aprendas, te servirá para otra u otras cosas.
No tengo datos para comparar, pero me temo que el sistema de oposición no es el mejor para seleccionar a personas aptas para desempeñar por lo menos algunos de los cargos o de las funciones que se ganan por oposición.
Opino que habría que partir de dos fórmulas selectivas: la primera durante los estudios universitarios. Una preparación de grupos de alumnos en número razonable, nunca más de cuarenta en el aula y preferible entre veinte y treinta, permiten a catedráticos vocacionales seleccionar a los más aptos para optar a cada clase de puesto, función o trabajo de cada dedicación profesional. La segunda fórmula haría trabajar más a los tribunales de examen. Supondría la proposición de un caso práctico –preferiblemente sacado de experiencias de la vida real, más o menos adobadas con posibles alternativas o circunstancias- y que los optantes lo resolvieran explicando sus criterios determinantes de una solución que, de estar bien razonada, ni siquiera tendría que ser la oficialmente correcta.
La memoria, opino con la mayor humildad, no es el mejor criterio para ser útil en una dedicación profesional cualquiera.
Creo que una mesurada capacidad imaginativa, vigilada por la razón, asistida progresivamente por la experiencia y si acaso auxiliada por la memoria dan la medida de la clase de inteligencia que hace falta a un juez, a un notario, a un abogado del estado o a un catedrático o un secretario de juzgado o de ayuntamiento, un registrador de la propiedad o un fiscal.
Pero yo, opositor fracasado, no tengo en esto, como en casi todo, más que un criterio subjetivo de que no puedo fiar del todo
viernes, 13 de enero de 2012
Dicen que aún quedan islas más que afortunadas donde la comida imprescindible se da en los árboles de los bordes de los senderos, que carreteras no hay, ni automóviles. Si acaso, para ir los más viejos de un lugar a otro, carretones tirados por una yegua o si acaso por un asno dócil, perezoso y lento.
Dicen que son islas donde no llegan ni siquiera las emisiones ni las comunicaciones por satélite, porque son tan pequeñas que los satélites no dan con ellas y los aviadores, ahora que vuelan tan deprisa, ni las ven al pasar, si por casualidad pasan, lo más cerca unos cinco o diez kilómetros cielo arriba.
Lo único que preocupa a los habitantes del sur, que los del norte parece que se están rearmando, tras de la última guerra tribal de hace unos cinco siglos, pero por fortuna lo hacen con parsimoniosa calma y no parece vayan a estar preparados para constituir una seria amenaza hasta más o menos el año dos mil cincuenta, allá por la mitad del siglo, y para entonces, tiempo habrá de tratar de disuadirlos a través del diálogo previo a cualquier guerra tribal, y si eso fracasa nos quedarán soluciones como partir la isla en dos minúsculas porciones nacionales, cada una con su capital y sus ciudades dormitorio, para el centenar escaso de habitantes que hay en el norte y el centenar largo que hay en el sur, donde las costumbres están más relajadas por el exceso de calor del verano.
O hacerse todo los habitantes del norte habitantes del sur o viceversa, y así constituirse en una sola tribu, que no podría guerrear contra sí misma, en principio, hasta que se inventara, como hacen siempre los hombres, el modo.
Mucha gente quisiere ir, pero, ya digo, ni hay aeropuerto ni modo de que una aeronave, ni siquiera un mínimo helicóptero, pueden tener la seguridad de acertar con su situación, ya que incluso hay quien dice que son islas capaces de levitar, como creo que tiene dicho Torrente Ballester que hacía Castroforte de Baralla, en la brumosa Galicia de las leyendas de mucho antes del desembarco del Apóstol.
Uno, metido en este tráfago de habilidosos truchimanes que abundan en los reinos y territorios del entorno, tiene que consolarse pensando que todavía quedan islas donde nadie sabe lo que es una máquina ni gasta una gota de derivados del petróleo, lo único que muy de vez en cuando puede haber una guerra tribal y alguno del sur se coma a un vencido del norte, o viceversa, para hacerse con sus virtudes, que al fin y al cabo admiraba. A cambio, no hay que pagar impuestos y cada cual barre delante de su choza, poda sus frutales y va a buscar agua a la fuente, que da un agua fresca y transparente, potable sin aditamentos, directamente bebestible de cualquiera de los tres manantiales públicos que dicen que hay.
Dicen que son islas donde no llegan ni siquiera las emisiones ni las comunicaciones por satélite, porque son tan pequeñas que los satélites no dan con ellas y los aviadores, ahora que vuelan tan deprisa, ni las ven al pasar, si por casualidad pasan, lo más cerca unos cinco o diez kilómetros cielo arriba.
Lo único que preocupa a los habitantes del sur, que los del norte parece que se están rearmando, tras de la última guerra tribal de hace unos cinco siglos, pero por fortuna lo hacen con parsimoniosa calma y no parece vayan a estar preparados para constituir una seria amenaza hasta más o menos el año dos mil cincuenta, allá por la mitad del siglo, y para entonces, tiempo habrá de tratar de disuadirlos a través del diálogo previo a cualquier guerra tribal, y si eso fracasa nos quedarán soluciones como partir la isla en dos minúsculas porciones nacionales, cada una con su capital y sus ciudades dormitorio, para el centenar escaso de habitantes que hay en el norte y el centenar largo que hay en el sur, donde las costumbres están más relajadas por el exceso de calor del verano.
O hacerse todo los habitantes del norte habitantes del sur o viceversa, y así constituirse en una sola tribu, que no podría guerrear contra sí misma, en principio, hasta que se inventara, como hacen siempre los hombres, el modo.
Mucha gente quisiere ir, pero, ya digo, ni hay aeropuerto ni modo de que una aeronave, ni siquiera un mínimo helicóptero, pueden tener la seguridad de acertar con su situación, ya que incluso hay quien dice que son islas capaces de levitar, como creo que tiene dicho Torrente Ballester que hacía Castroforte de Baralla, en la brumosa Galicia de las leyendas de mucho antes del desembarco del Apóstol.
Uno, metido en este tráfago de habilidosos truchimanes que abundan en los reinos y territorios del entorno, tiene que consolarse pensando que todavía quedan islas donde nadie sabe lo que es una máquina ni gasta una gota de derivados del petróleo, lo único que muy de vez en cuando puede haber una guerra tribal y alguno del sur se coma a un vencido del norte, o viceversa, para hacerse con sus virtudes, que al fin y al cabo admiraba. A cambio, no hay que pagar impuestos y cada cual barre delante de su choza, poda sus frutales y va a buscar agua a la fuente, que da un agua fresca y transparente, potable sin aditamentos, directamente bebestible de cualquiera de los tres manantiales públicos que dicen que hay.
jueves, 12 de enero de 2012
Apunta la mimosa de la ladera del monte, su día anda cada año en torno al 15 de enero, que será, Dios mediante, el domingo que viene. Adelantarse o retrasar la floración, anuncia habitualmente buen o mal verano. Claro que ahora mismo, esto del cambio o del no cambio climático tiene trastocados los “síntomas” tradicionales que servían a “los antiguos” para predecir el tiempo a corto o medio plazo, a veces, como con esto de la mimosa y el verano, a largo plazo.
Me embarco en una novela cuasi victoriana, casi un Dickens sintetizado. Por lo menos, agradable en su típica complicación de hilos y tramas que se van desenredando en busca del final a que todavía no he llegado. Voy por la mitad. Se deja leer y estos días no hay policíacos más atractivos. Echo de menos el Donna León de este año. Brunetti duerme o duerme la autora.
Tregua entre el dentista y yo, después de una primera ardua jornada, otra llevadera y con la amenaza latente e imprevisible de la por ahora última de la serie.
Paseo por el Facebook y dejo tres o cuatro huellas. Cuando escribes en una de estas redes sociales, te da la impresión, a mí me la da por lo menos, de que estás escribiendo un libro de citas. Repasas lo escrito y parece escrito por el otro yo sintetizador de las microideas que se nos ocurren a los más o menos torpes.
Los Reyes me dejaron una varita mágica con la que según la propaganda se pueden hacer diabluras en la tele, sustituyendo al mando a distancia por lo menos para determinadas funciones. Ambos, varita y yo, con un tomo de Harry Potter encima de la mesa, tratamos de entendernos. Por ahora sólo advierto balbuceos de posibilidad e intentos de mandar de la varita o de obedecer del televisor, pero no se puede decir que mi master esté siendo todo lo eficaz que esperaba. No hay fluidez ni continuidad en los resultados de nuestros esfuerzos conjuntos, de la varita y mío. De cualquier modo, sirve para amenazar. Puede ser aterrador para alguien suficientemente crédulo que se le apunte con una varita y se murmure, ominosamente, alguna retahíla como las reglas de los silogismos o la lista de los reyes godos, que así, al fin y al cabo, con el correr del tiempo, mira por dónde, resultan de una clara utilidad práctica.
Me cuenta una amiguísima que tampoco este año se han apiadado los Reyes Magos de su fijación por un caballo balancín. No es justo. Le pasa lo que a mí con la lotería, y por eso comprendo mejor su decepción en cadena. Yo compro lotería, cuando me acuerdo, y siempre se me ocurre que podría ser esta vez. Sortean, miro y con lo fácil que podría ser incluir mis décimos en la relación de los premiados con un gordo extraordinario, el balancín, digo el premio, se va a otra casa, otra familia, otra persona. Porque es indudable que si no fuera así, nadie seguiría jugando a la lotería y no fabricarían caballos balancines. No hay que desanimarse. Le sugeriré a mi amiga, amiguísima que ponga la cabeza sobre mi hombro y lloraremos al unísono una pena recíproca. Hace muchos años, un luego buen poeta extremeño, que fue compañero de chabola del campamento de la Milicia Universitaria, allá bajo el pico de Matabueyes, a mitad de camino entre Segovia y La Granja de San Ildefonso, donde inventó otro compañero lo de que Margarita se llamaba nuestro amor, como himno de nuestra Compañía, a instancias de nuestro capitán Horrillo, ideó el término “tristeza hermana”. Es cierto. Llevamos a la tristeza como a una hermana, va, sin ir, con nosotros. De vez en cuando, para algo, nos necesita y sabe que siempre estaremos allí porque para eso es nuestra hermana.
Me embarco en una novela cuasi victoriana, casi un Dickens sintetizado. Por lo menos, agradable en su típica complicación de hilos y tramas que se van desenredando en busca del final a que todavía no he llegado. Voy por la mitad. Se deja leer y estos días no hay policíacos más atractivos. Echo de menos el Donna León de este año. Brunetti duerme o duerme la autora.
Tregua entre el dentista y yo, después de una primera ardua jornada, otra llevadera y con la amenaza latente e imprevisible de la por ahora última de la serie.
Paseo por el Facebook y dejo tres o cuatro huellas. Cuando escribes en una de estas redes sociales, te da la impresión, a mí me la da por lo menos, de que estás escribiendo un libro de citas. Repasas lo escrito y parece escrito por el otro yo sintetizador de las microideas que se nos ocurren a los más o menos torpes.
Los Reyes me dejaron una varita mágica con la que según la propaganda se pueden hacer diabluras en la tele, sustituyendo al mando a distancia por lo menos para determinadas funciones. Ambos, varita y yo, con un tomo de Harry Potter encima de la mesa, tratamos de entendernos. Por ahora sólo advierto balbuceos de posibilidad e intentos de mandar de la varita o de obedecer del televisor, pero no se puede decir que mi master esté siendo todo lo eficaz que esperaba. No hay fluidez ni continuidad en los resultados de nuestros esfuerzos conjuntos, de la varita y mío. De cualquier modo, sirve para amenazar. Puede ser aterrador para alguien suficientemente crédulo que se le apunte con una varita y se murmure, ominosamente, alguna retahíla como las reglas de los silogismos o la lista de los reyes godos, que así, al fin y al cabo, con el correr del tiempo, mira por dónde, resultan de una clara utilidad práctica.
Me cuenta una amiguísima que tampoco este año se han apiadado los Reyes Magos de su fijación por un caballo balancín. No es justo. Le pasa lo que a mí con la lotería, y por eso comprendo mejor su decepción en cadena. Yo compro lotería, cuando me acuerdo, y siempre se me ocurre que podría ser esta vez. Sortean, miro y con lo fácil que podría ser incluir mis décimos en la relación de los premiados con un gordo extraordinario, el balancín, digo el premio, se va a otra casa, otra familia, otra persona. Porque es indudable que si no fuera así, nadie seguiría jugando a la lotería y no fabricarían caballos balancines. No hay que desanimarse. Le sugeriré a mi amiga, amiguísima que ponga la cabeza sobre mi hombro y lloraremos al unísono una pena recíproca. Hace muchos años, un luego buen poeta extremeño, que fue compañero de chabola del campamento de la Milicia Universitaria, allá bajo el pico de Matabueyes, a mitad de camino entre Segovia y La Granja de San Ildefonso, donde inventó otro compañero lo de que Margarita se llamaba nuestro amor, como himno de nuestra Compañía, a instancias de nuestro capitán Horrillo, ideó el término “tristeza hermana”. Es cierto. Llevamos a la tristeza como a una hermana, va, sin ir, con nosotros. De vez en cuando, para algo, nos necesita y sabe que siempre estaremos allí porque para eso es nuestra hermana.
Llanto, es lo único, por un país decrépito, cuyos dirigentes venden la primogenitura como Esaú por un miserable plato de lentejas. Nada verdad ni mentira. Cristales de colores para las gafas. Verdes para darle hierba seca al burro y que se le haga la bocaza agua, entre rebuzno y rebuzno. Grabaciones que nadie sabe cuándo ni cómo se tomaron de los teléfonos que dice radio macuto, la voz del pueblo que hay unos misteriosos orejudos, atentos en sótanos donde antes los alquimistas, escuchando y el día menos pensado te sorprenden con un mensaje que tú considerabas privado y lo lee el pregonero, tras de tocar su trompetín, en la plaza mayor. Me acuerdo el día que paramos en Medina –entonces se paraba en Medina de Rioseco- y le preguntó uno de mis hermanos al niño que pasaba dónde podía comprar lotería. En la plaza mayor –dijo el niño- ¿Y dónde está la plaza mayor? –insistió mi hermano- ¡Ahí vaaaa! –salió gritando el niño calle abajo- ¡un tío que no sabe dónde está la plaza mayoooor!
Perdónenme que les diga que hay una línea, una raya trazada en el suelo moral, que ciertamente se mueve arriba y abajo. Regalar no es pecado, ni moral ni civil ni mucho menos penal. Ni siquiera regalar a quien mande o a quien obedezca. Lo que opino que lo es, en cambio, es comprar la voluntad y venderla. Pero es muy difícil hacer cálculos, examinar conductas, juzgarlas, separarlas de un entorno social donde hace poco los anuncios proclamaban que regalar entrañaba elegancia social.
El mal, el pecado, la falta o el delito, en estos casos, se enmascara y desdibuja entre usos sociales, costumbres, pillerías, y corrupciones, pero es muy, pero que muy difícil, establecer fronteras, delimitaciones, aplicar el ungüento de la epiqueya, es decir, la justicia del caso concreto a cada supuesto de los que ahora mismo se denuncian, a la vez que códigos “de conducta” endurecen la relación humana y amedrentan a cualquier agradecido que recibe –abogados y médicos rurales lo saben- de quien regala incluso por encima del precio que paga y desgraciado de ti, si cometes la imperdonable grosería de rechazar su regalo, que puede ir del tarro de miel al pito de caleya, al jamón o al décimo de lotería o a la a veces generosa propina.
Ni siquiera me extraña que, según leo hoy, hayan detenido a un Rey Mago por carecer de papeles.
Acabaremos por prohibírnoslos, como medida preventiva.
Perdónenme que les diga que hay una línea, una raya trazada en el suelo moral, que ciertamente se mueve arriba y abajo. Regalar no es pecado, ni moral ni civil ni mucho menos penal. Ni siquiera regalar a quien mande o a quien obedezca. Lo que opino que lo es, en cambio, es comprar la voluntad y venderla. Pero es muy difícil hacer cálculos, examinar conductas, juzgarlas, separarlas de un entorno social donde hace poco los anuncios proclamaban que regalar entrañaba elegancia social.
El mal, el pecado, la falta o el delito, en estos casos, se enmascara y desdibuja entre usos sociales, costumbres, pillerías, y corrupciones, pero es muy, pero que muy difícil, establecer fronteras, delimitaciones, aplicar el ungüento de la epiqueya, es decir, la justicia del caso concreto a cada supuesto de los que ahora mismo se denuncian, a la vez que códigos “de conducta” endurecen la relación humana y amedrentan a cualquier agradecido que recibe –abogados y médicos rurales lo saben- de quien regala incluso por encima del precio que paga y desgraciado de ti, si cometes la imperdonable grosería de rechazar su regalo, que puede ir del tarro de miel al pito de caleya, al jamón o al décimo de lotería o a la a veces generosa propina.
Ni siquiera me extraña que, según leo hoy, hayan detenido a un Rey Mago por carecer de papeles.
Acabaremos por prohibírnoslos, como medida preventiva.
miércoles, 11 de enero de 2012
Vamos siempre hacia delante. No se vuelve nunca. Ni siquiera es cierto que el emigrante, el exiliado o el desterrado vuelvan. Cuando llegan, su lugar de origen ya no lo es, ha mutado y se convirtió en etapa del destino de su humana peregrinación. Por eso, cuando te parece que regresas, el lugar te parece siempre otro, y sus calles más pequeñas o mayores, sus casas distintas, el paisaje otro.
Por eso, el arrepentimiento es proyección hacia el futuro. Sería vano, sin propósito de enmienda. No reincidir, es lo esencial. Quien aunque quisiera ya no tendrá tiempo u ocasión de reincidir, es inútil que se arrepienta. La herida de lo mal hecho o del fracaso sufrido están ahí, que siempre recuerdo aquello de Priestley, cuando decía que hay un hilo sutil que enhebra las cuentas de nuestra conducta. Podemos ser perdonados, necesitamos que se nos perdone; hemos de ser consolados, necesitamos del consuelo. Cada maldad o cada fracaso lo necesitan, pero la herida, como una dolorosa advertencia, que, como los huesos viejos, duelen por donde se torcieron o rompieron a lo largo de los años, cada vez que cambia el tiempo, también ella duele, intranquiliza, y no hay analgésicos contra ese especial dolor.
La vejez, umbral de la muerte, como una antojana cubierta por una vieja parra de que cuelgan racimos de uvas casi siempre amargas. Te tientan esas uvas, de por sí pequeñajas y verderonas, muerdes una y se te seca en la boca un sinsabor ácido.
Los viejos, sin embargo, como los armarios de roble que fueron de la abuela, hondos, altos, laberínticos, guardan hermosos rincones, jardines semiolvidados, escenas inolvidables, instantes mágicos.
Compensa, ir recorriendo hacia atrás, ese equilibrio en que al fin y al cabo consistimos, y luego volver al pan nuestro de cada día, a las páginas heterogéneas del día. De pronto, la imaginación te sugiere lo que podrían estar haciendo algunas o muchas de las personas que conoces. Nuevo diablo cojuelo, vas levantando tejados, hendiendo fachadas, mirando, curioso, el quehacer de cada cual. Te consuela que sean como tú y estén todos enfrascados en parecidas miserias y grandezas. El hormiguero, la colmena, el villorrio, el pueblecito, están vivos, tenemos el considerable privilegio de poder convivir, que con tanta frecuencia desperdiciamos en mirarnos con esa habitual desconfianza.
Por eso, el arrepentimiento es proyección hacia el futuro. Sería vano, sin propósito de enmienda. No reincidir, es lo esencial. Quien aunque quisiera ya no tendrá tiempo u ocasión de reincidir, es inútil que se arrepienta. La herida de lo mal hecho o del fracaso sufrido están ahí, que siempre recuerdo aquello de Priestley, cuando decía que hay un hilo sutil que enhebra las cuentas de nuestra conducta. Podemos ser perdonados, necesitamos que se nos perdone; hemos de ser consolados, necesitamos del consuelo. Cada maldad o cada fracaso lo necesitan, pero la herida, como una dolorosa advertencia, que, como los huesos viejos, duelen por donde se torcieron o rompieron a lo largo de los años, cada vez que cambia el tiempo, también ella duele, intranquiliza, y no hay analgésicos contra ese especial dolor.
La vejez, umbral de la muerte, como una antojana cubierta por una vieja parra de que cuelgan racimos de uvas casi siempre amargas. Te tientan esas uvas, de por sí pequeñajas y verderonas, muerdes una y se te seca en la boca un sinsabor ácido.
Los viejos, sin embargo, como los armarios de roble que fueron de la abuela, hondos, altos, laberínticos, guardan hermosos rincones, jardines semiolvidados, escenas inolvidables, instantes mágicos.
Compensa, ir recorriendo hacia atrás, ese equilibrio en que al fin y al cabo consistimos, y luego volver al pan nuestro de cada día, a las páginas heterogéneas del día. De pronto, la imaginación te sugiere lo que podrían estar haciendo algunas o muchas de las personas que conoces. Nuevo diablo cojuelo, vas levantando tejados, hendiendo fachadas, mirando, curioso, el quehacer de cada cual. Te consuela que sean como tú y estén todos enfrascados en parecidas miserias y grandezas. El hormiguero, la colmena, el villorrio, el pueblecito, están vivos, tenemos el considerable privilegio de poder convivir, que con tanta frecuencia desperdiciamos en mirarnos con esa habitual desconfianza.
Regresar del destierro, del exilio, del ostracismo, volver de casa del señor dentista, hombre amable, amical, de modales y palabras tranquilizadoras, que contratan con el fulgor brillante, duro y cruel de sus artilugios y herramientas implacables, son vueltas análogas.
Vienes con media cara ajena, insensible, de momento, con el alma encogida, hecha un burujo, detrás del ombligo. Aún me queda, piensas, otra cita, otro envite.
Hace frío,
Mercadillo y olor a churros. No sé cuánto hace que no me doy un atracón de churros con chocolate espeso. El chocolate, decía uno de mis contertulios de hace tiempo, es afrodisíaco. Lo que son afrodisíacos con esos años de adolescencia en que el seso todo lo tienes impregnado de malos pensamientos, ¿malos?, ¿Por qué llamamos “malos” a los pensamientos cuando lo único que les pasa es que los ahoga el instinto, recién nacido, de una pubertad ubérrima Otra cosa es que los ordenemos, como diría el de Aquino, a la razón y que civilizadamente los vayamos poniendo en el orden y concierto correspondientes.
Fruteros y carniceros gallegos, que estos últimos te venden desde jamones y cacholas hasta quesos de teta. Subsaharianos que te ofrecen bolsas con olor a marroquinería, relojes y gafas. En un rincón, una joven evidentemente celta, vende cestos y butacas de mimbre, cascabeles, esquilas y cucharas y tenedores de madera y almireces de bronce.
Va promediando enero, dos meses para la primavera. Mentira parece cómo corre el tiempo cuando eres tan viejo como yo,. En el dentista, un personajillo activo, que me dice que tiene dos años y medio y me asegura ser más viejo que yo, comparte, esperando a su madre, sala de espera conmigo, me enseña el tractor que le pusieron los Reyes, con sus luces y su bocina, y se entusiasma con la gaviota de papel que le hago y “vuela”.
Leo por encima los titulares del periódico. Cada cual empecinado en lo suyo. Me asombra darme cuenta, ahora que estoy viendo los juegos económico políticos desde fuera, la imposibilidad que tienen incluso los análogos para sentarse a cambiar impresiones, comparar ideas y proyectos, medirlos con la realidad del futuro que poco a poco se va, como una estalagmita, concretando, desafiante. Y lo productivo que sería que muchos se dejaran de su empecinada soberbia y entrasen en la humildad de comprender que siempre, lo que puede pensar un hombre, aunque sea contradictorio con lo que nos convence, puede ser útil para mejorar los criterios propios.
Vienes con media cara ajena, insensible, de momento, con el alma encogida, hecha un burujo, detrás del ombligo. Aún me queda, piensas, otra cita, otro envite.
Hace frío,
Mercadillo y olor a churros. No sé cuánto hace que no me doy un atracón de churros con chocolate espeso. El chocolate, decía uno de mis contertulios de hace tiempo, es afrodisíaco. Lo que son afrodisíacos con esos años de adolescencia en que el seso todo lo tienes impregnado de malos pensamientos, ¿malos?, ¿Por qué llamamos “malos” a los pensamientos cuando lo único que les pasa es que los ahoga el instinto, recién nacido, de una pubertad ubérrima Otra cosa es que los ordenemos, como diría el de Aquino, a la razón y que civilizadamente los vayamos poniendo en el orden y concierto correspondientes.
Fruteros y carniceros gallegos, que estos últimos te venden desde jamones y cacholas hasta quesos de teta. Subsaharianos que te ofrecen bolsas con olor a marroquinería, relojes y gafas. En un rincón, una joven evidentemente celta, vende cestos y butacas de mimbre, cascabeles, esquilas y cucharas y tenedores de madera y almireces de bronce.
Va promediando enero, dos meses para la primavera. Mentira parece cómo corre el tiempo cuando eres tan viejo como yo,. En el dentista, un personajillo activo, que me dice que tiene dos años y medio y me asegura ser más viejo que yo, comparte, esperando a su madre, sala de espera conmigo, me enseña el tractor que le pusieron los Reyes, con sus luces y su bocina, y se entusiasma con la gaviota de papel que le hago y “vuela”.
Leo por encima los titulares del periódico. Cada cual empecinado en lo suyo. Me asombra darme cuenta, ahora que estoy viendo los juegos económico políticos desde fuera, la imposibilidad que tienen incluso los análogos para sentarse a cambiar impresiones, comparar ideas y proyectos, medirlos con la realidad del futuro que poco a poco se va, como una estalagmita, concretando, desafiante. Y lo productivo que sería que muchos se dejaran de su empecinada soberbia y entrasen en la humildad de comprender que siempre, lo que puede pensar un hombre, aunque sea contradictorio con lo que nos convence, puede ser útil para mejorar los criterios propios.
martes, 10 de enero de 2012
Cerré mi calabaza, dentro de que brilla polícromo un mínimo belén sudamericano de no sé qué país, por cierto, donde se nos antojan tan parecidos pero son dan diferentes, en cuanto te fijas un poco. Cerré, como cada año, la calabaza y le puse candado de papel celo. Lo he venido haciendo cada Navidad, desde que lo compré en un mercadillo, deslumbrado por colores e ingenuidad de las figuras: Niño, María, José, los tres Reyes Magos y la mula y el buey, que son los menos definidos, pese a estar en primera fila.
Fuera, en el zaguán de casa, quitaron el otro belén, de las casitas, el castillo, el río que no va a ningún mar, las ovejas, sus pastores, unas deformes estrellas, ángeles y las figuras, también, del misterio, acompañadas desde el día seis por los tres Reyes Magos.
Pasó la Pascua, entró el año, las uvas fueron testigos de mi diente, que se reía el dentista cuando le comenté que se me había roto la estrella de mis sonrisas de más de ochenta años. En la calle, frío. En la ladera, la mimosa a punto de romper, pero nada más que cardosa, por ahora. ¿Qué qué es cardosa? Pues la verdad, no lo sé a ciencia cierta, pero debe ser un color que está a punto de ser otro, puesto que la gente dice que parece cardosa la vegetación cuando están a punto de romper la aulaga o la xiniesta, pero, por otra parte, ya sabéis que la vaqueirada dice aquello de que “los calzones del meu Xuan / son de estameña cardosa / cuando lu vexu venire / pienso que ya la raposa”. El color de la zorra es pardo rojizo o siena oscuro, a veces negro, en ocasiones con la abundosa cola negra. Xuan, a veces, en la vaqueirada, se quitaba los calzones y las vaqueiras cantaban que “los vaqueiros vanse, vanse; / las vaqueiras choran, choran. / ¡Ay meu Xuaniquín del alma! / ¿con quién vou dormirá agora?”
Vienen, de la mano, la mimosa y la gripe, con las xiladas y el súbito fragor, si cambia el viento, de la “mar de fondo”. Concluyo otro libro de que no vale la pena acordarse y que compré subido al engaño de un propagandista de esos que te acarician, melifluos, el oído, desde los sueltos de las revistas cada vez menos especializadas. Todavía recuerdo cuando te podías fiar de lo que decían algunos, y aún ocurre, sobre ciertas firmas, pero cuando la cosa viene sin firmar suele ser un mercenario de la editorial.
Andan, por cierto, de capa caída, ellas y los libreros, con esto de la electrónica, que amenaza con barrer a quien se resista a mudar con las técnicas y los tiempos. Cada vez resulta más cómodo incluso pasar hoja, señalar, seguir sin luz, con la del artefacto, leer bajo las sábanas como en los tiempos heroicos de la adolescencia de cada cual. Y al final de las razones, la de los precios. Un libro puede “editarse” en un santiamén, para cualquier comprador, hasta se podrá comprar directamente y sin intermediarios al autor. Algo, se huele en el aire, está cambiando, con la posibilidad de llevar, además, la biblioteca de Alejandría en un disco duro que te cabe en el bolsillo donde antes iba el pañuelo. Por cierto, por análogas circunstancias, me han dicho que pasa por dificultades el imperio de Kodak. Una razón más para la nostalgia. Aquellas Brownie Baby de baquelita, las cámaras de fuelle y aquellos primeros anuncios de ingenua efectividad: “vacaciones sin Kodak, son vacaciones perdidas”. Mi abuelo me regaló una de aquellas cámaras de baquelita negra que me aficionó para siempre a la fotografía. Convenía hacer las fotos con el fotógrafo de espaldas a la luz, mejor a la luz del sol y a unos tres metros del modelo. Tenía hasta un elemental autodisparador y carretes de papel, de cuatro por seis y medio. Cada carrete daba para ocho fotografías. Conservo, ampliada, una de las primeras que hice, a mis cinco años recién cumplidos. El motivo es mi madre, sentada en la playa en un banco de madera que recuerdo. En la fotografía “salen” algunas personas conocida, en segundo y tercer plano. La foto es preciosa y me salió de casual maravilla. Me apena que Kodak, el edificio de cuya sede revela la importancia de su imperio, pase por dificultades. La noticia del periódico decía que una técnica ideada por su marca, es uno de los motivos de las dificultades.
Fuera, en el zaguán de casa, quitaron el otro belén, de las casitas, el castillo, el río que no va a ningún mar, las ovejas, sus pastores, unas deformes estrellas, ángeles y las figuras, también, del misterio, acompañadas desde el día seis por los tres Reyes Magos.
Pasó la Pascua, entró el año, las uvas fueron testigos de mi diente, que se reía el dentista cuando le comenté que se me había roto la estrella de mis sonrisas de más de ochenta años. En la calle, frío. En la ladera, la mimosa a punto de romper, pero nada más que cardosa, por ahora. ¿Qué qué es cardosa? Pues la verdad, no lo sé a ciencia cierta, pero debe ser un color que está a punto de ser otro, puesto que la gente dice que parece cardosa la vegetación cuando están a punto de romper la aulaga o la xiniesta, pero, por otra parte, ya sabéis que la vaqueirada dice aquello de que “los calzones del meu Xuan / son de estameña cardosa / cuando lu vexu venire / pienso que ya la raposa”. El color de la zorra es pardo rojizo o siena oscuro, a veces negro, en ocasiones con la abundosa cola negra. Xuan, a veces, en la vaqueirada, se quitaba los calzones y las vaqueiras cantaban que “los vaqueiros vanse, vanse; / las vaqueiras choran, choran. / ¡Ay meu Xuaniquín del alma! / ¿con quién vou dormirá agora?”
Vienen, de la mano, la mimosa y la gripe, con las xiladas y el súbito fragor, si cambia el viento, de la “mar de fondo”. Concluyo otro libro de que no vale la pena acordarse y que compré subido al engaño de un propagandista de esos que te acarician, melifluos, el oído, desde los sueltos de las revistas cada vez menos especializadas. Todavía recuerdo cuando te podías fiar de lo que decían algunos, y aún ocurre, sobre ciertas firmas, pero cuando la cosa viene sin firmar suele ser un mercenario de la editorial.
Andan, por cierto, de capa caída, ellas y los libreros, con esto de la electrónica, que amenaza con barrer a quien se resista a mudar con las técnicas y los tiempos. Cada vez resulta más cómodo incluso pasar hoja, señalar, seguir sin luz, con la del artefacto, leer bajo las sábanas como en los tiempos heroicos de la adolescencia de cada cual. Y al final de las razones, la de los precios. Un libro puede “editarse” en un santiamén, para cualquier comprador, hasta se podrá comprar directamente y sin intermediarios al autor. Algo, se huele en el aire, está cambiando, con la posibilidad de llevar, además, la biblioteca de Alejandría en un disco duro que te cabe en el bolsillo donde antes iba el pañuelo. Por cierto, por análogas circunstancias, me han dicho que pasa por dificultades el imperio de Kodak. Una razón más para la nostalgia. Aquellas Brownie Baby de baquelita, las cámaras de fuelle y aquellos primeros anuncios de ingenua efectividad: “vacaciones sin Kodak, son vacaciones perdidas”. Mi abuelo me regaló una de aquellas cámaras de baquelita negra que me aficionó para siempre a la fotografía. Convenía hacer las fotos con el fotógrafo de espaldas a la luz, mejor a la luz del sol y a unos tres metros del modelo. Tenía hasta un elemental autodisparador y carretes de papel, de cuatro por seis y medio. Cada carrete daba para ocho fotografías. Conservo, ampliada, una de las primeras que hice, a mis cinco años recién cumplidos. El motivo es mi madre, sentada en la playa en un banco de madera que recuerdo. En la fotografía “salen” algunas personas conocida, en segundo y tercer plano. La foto es preciosa y me salió de casual maravilla. Me apena que Kodak, el edificio de cuya sede revela la importancia de su imperio, pase por dificultades. La noticia del periódico decía que una técnica ideada por su marca, es uno de los motivos de las dificultades.
domingo, 8 de enero de 2012
Una calle es ella misma, mientras la de al lado es como es. El “otro” Machado, dijo aquello de que “tu calle ya no es tu calle / que es una calle cualquiera / camino de cualquier parte”. Las calles, por bella que resulte la retórica de los versos de la copla de don Manuel, no son de naide: Otra retórica malévola, malintecionada, resabiada, errónea y cruel, dice lo de “mía o de naide” de la jalousie –palabra francesa sin equivalencia, por más que su concepto sea tan carpetovetónico- hispánica. Jalousie es una palabra traducible sin embargo como exceso aberrante de unos celos enfermizos que vacunan contra el amor.
Los celos, motivo de tanto duelo y quebrante y de tanta barbarie, son contrafigura del amor, que se realiza o bien en armonía o bien mediante el sacrificio que siempre está dispuesto a hacer el enamorado para que sea feliz la otra, aunque consista en perderla. Lo otro: o mía o de naide, es la expresión del egoísmo coleccionista que no concibe perder la “pieza cobrada” para su eroteca privada.
No habíamos empezado por esto, hoy, sin embargo, sino por la contemplación de una fotografía tomada desde la colina. Dos calle parten de un origen común, un chaflán donde, como es lógico, alguien ha situado una sucursal bancaria. Tampoco es, sin embargo, de los bancos ni de sus delegaciones y sucursales de lo que pretendíamos hablar, yo por lo menos, sino de que desde aquí arriba se ven las dos calles, que, nada más nacer, se van apartando y caracterizando, y cada uno se va acercando paulatinamente a ser como es, perfectamente diferenciada de la otra en casi todo, salvo en que ambas son calles, caminos, posibles rutas, que, como todas las carreteras y los caminos del mundo llevan al mismo sitio, sea Roma u otro lugar cualquiera.
Parece mentira que dos calles, recién nacidas ambas en la misma esquina, se puedan diferenciar tanto que, si por cualquier callejón, pasas de una a otra, puede darte la impresión de que cambias de una a otra ciudad.
Una calle puede abrirse, invitar a la alegría de vivir. Otra, paralela, en cambio, se ensimisma, deja rincones, gira, dobla, convierte algunos tramos en peligroso laberinto, se adorna de corte de milagros, permite que se abran sobre ella bocas oscuras, de ominosas oscuridades.
Es como aquello del amor que decíamos, que es entrega, y los celos, su contrafigura, puesto que tratan de apoderarse de la persona amada, esconderla, si hace falta, destruirla para que pertenezca del todo.
Todo esto se me ocurre mirando esta fotografía cuando acabo de leer en el periódico la triste noticia de otro crimen pasional
Los celos, motivo de tanto duelo y quebrante y de tanta barbarie, son contrafigura del amor, que se realiza o bien en armonía o bien mediante el sacrificio que siempre está dispuesto a hacer el enamorado para que sea feliz la otra, aunque consista en perderla. Lo otro: o mía o de naide, es la expresión del egoísmo coleccionista que no concibe perder la “pieza cobrada” para su eroteca privada.
No habíamos empezado por esto, hoy, sin embargo, sino por la contemplación de una fotografía tomada desde la colina. Dos calle parten de un origen común, un chaflán donde, como es lógico, alguien ha situado una sucursal bancaria. Tampoco es, sin embargo, de los bancos ni de sus delegaciones y sucursales de lo que pretendíamos hablar, yo por lo menos, sino de que desde aquí arriba se ven las dos calles, que, nada más nacer, se van apartando y caracterizando, y cada uno se va acercando paulatinamente a ser como es, perfectamente diferenciada de la otra en casi todo, salvo en que ambas son calles, caminos, posibles rutas, que, como todas las carreteras y los caminos del mundo llevan al mismo sitio, sea Roma u otro lugar cualquiera.
Parece mentira que dos calles, recién nacidas ambas en la misma esquina, se puedan diferenciar tanto que, si por cualquier callejón, pasas de una a otra, puede darte la impresión de que cambias de una a otra ciudad.
Una calle puede abrirse, invitar a la alegría de vivir. Otra, paralela, en cambio, se ensimisma, deja rincones, gira, dobla, convierte algunos tramos en peligroso laberinto, se adorna de corte de milagros, permite que se abran sobre ella bocas oscuras, de ominosas oscuridades.
Es como aquello del amor que decíamos, que es entrega, y los celos, su contrafigura, puesto que tratan de apoderarse de la persona amada, esconderla, si hace falta, destruirla para que pertenezca del todo.
Todo esto se me ocurre mirando esta fotografía cuando acabo de leer en el periódico la triste noticia de otro crimen pasional
sábado, 7 de enero de 2012
Pasa con las herramientas y con las personas. Sólo que las herramientas las eligen libremente las personas, cada persona que ha de utilizarlas y en cambio las personas tienen su dignidad y sus derechos y deben ser muchos lo que opinen y cuando opinan muchos, cuantos más peor, es más fácil equivocarse.
Cuando se pregunta a un grupo de personas su criterio respecto de otra u otras se ponen en marcha infinidad de mecanismos más o menos secretos y más o menos razonables que suelen distorsionar el criterio de muchos, a lo que hay que añadir que cuantos más y más heterogéneos son los encuestados, más fácil es constatar que de lo que no se entiende, opinar es un ejercicio de frivolidad, y que en cualquier grupo, hay siempre más tontos que mediocres o que listos y muchos más mediocres que inteligentes.
Ni predico ni provoco. Me limito a opinar y dejar constancia de un criterio que considero empírico, por más que los criterios personales sean siempre, además, subjetivos.
Y lo digo porque siempre me ha parecido muy triste que con cierta frecuencia, sobre todo en épocas de aparente paz social, resulten desechadas herramientas o personas que parecen buenas, video meliora, y se decida usar de o confiar en lo que parece a veces peor que lo bueno y hasta llega a ser posible, de hecho lo es, que se elija o se seleccione lo peor: proboque deteriora sequor. Resulta así, en lo colectivo, sumada o multiplicada la estadísticamente mayor probabilidad de error.
Comprendo que no resulto políticamente correcto, que lo correcto para un súbdito, contribuyente, hombre de a pie, y más si vejestorio como el que suscribe, sería repetir con aquella francesa a que amó Diderot ( Madeleine de Puisieux, 1750), cuando dijo lo de que “il faut se tromper avec tout le monde plutôt que d’être sage tout seul”, que en nuestro román paladino es tanto como aseverar que “más vale estar equivocado con todos, que estar solo en posesión de la verdad”. Discrepo, con todos los respetos, pero admiro la sagaz recomendación de que nos dejemos llevar, así, sin más, porque sean muchos, por lo que nos aseguran que es lo bueno. Tendremos menos dificultades, sufriremos menos, pero ¿basta con eso? ¿Dónde va Vicente?, pregunta retórico el refranero, y en seguida, a la vez que informa, veladamente aconseja: donde va la gente.
Cuando se pregunta a un grupo de personas su criterio respecto de otra u otras se ponen en marcha infinidad de mecanismos más o menos secretos y más o menos razonables que suelen distorsionar el criterio de muchos, a lo que hay que añadir que cuantos más y más heterogéneos son los encuestados, más fácil es constatar que de lo que no se entiende, opinar es un ejercicio de frivolidad, y que en cualquier grupo, hay siempre más tontos que mediocres o que listos y muchos más mediocres que inteligentes.
Ni predico ni provoco. Me limito a opinar y dejar constancia de un criterio que considero empírico, por más que los criterios personales sean siempre, además, subjetivos.
Y lo digo porque siempre me ha parecido muy triste que con cierta frecuencia, sobre todo en épocas de aparente paz social, resulten desechadas herramientas o personas que parecen buenas, video meliora, y se decida usar de o confiar en lo que parece a veces peor que lo bueno y hasta llega a ser posible, de hecho lo es, que se elija o se seleccione lo peor: proboque deteriora sequor. Resulta así, en lo colectivo, sumada o multiplicada la estadísticamente mayor probabilidad de error.
Comprendo que no resulto políticamente correcto, que lo correcto para un súbdito, contribuyente, hombre de a pie, y más si vejestorio como el que suscribe, sería repetir con aquella francesa a que amó Diderot ( Madeleine de Puisieux, 1750), cuando dijo lo de que “il faut se tromper avec tout le monde plutôt que d’être sage tout seul”, que en nuestro román paladino es tanto como aseverar que “más vale estar equivocado con todos, que estar solo en posesión de la verdad”. Discrepo, con todos los respetos, pero admiro la sagaz recomendación de que nos dejemos llevar, así, sin más, porque sean muchos, por lo que nos aseguran que es lo bueno. Tendremos menos dificultades, sufriremos menos, pero ¿basta con eso? ¿Dónde va Vicente?, pregunta retórico el refranero, y en seguida, a la vez que informa, veladamente aconseja: donde va la gente.
viernes, 6 de enero de 2012
Pasaron, como pasa todo –insistiría mi Sancho Panza, el filósofo-, sudoroso, esta mañana, entre tanto alboroto de nietos excitados, que ahora cosechan en el huerto donde hace, sólo parece que hace, tan poco, cosechaban los hijos.
No se puede decir que haya estado la caravana especialmente inspirada. Lo justito. Ahora cuesta moverse, ir al almacén, traer los paquetes o que te los traigan.
Los tiempos, además, no están para gastos. Los viejecitos perdemos en seguida la vejiga de flotación que, mientras capaces de trabajar en serio, nos mantenía siempre a flote.
Hay pocos paquetes, dijo mi sagacísima nieta más pequeña, mirando todavía por la rendija de la puerta entreabierta.
La iglesia, esta mañana de fiesta, semivacía, y los pobladores por encima de los cincuenta, tal vez de los sesenta o setenta, en su mayoría por lo menos. Tiene que ser desolador pronunciar una homilía para treinta, como mucho cuarenta personas. La misa, o si prefiere usted la eucaristía, es la misma. Supongo que el celebrante se centra, ensimisma en lo que hace. La homilía es otra cosa, se dirige a alguien con quien trata de entablar, mediante su soliloquio, un diálogo en que el intercambio es de ideas, puesto que las palabras las dice nada más que uno, que sugiere. Hace muchos, muchos años, cuando las iglesias solían llenarse de bote en bote, hasta el punto de que un pariente mío, infante aún, se negaba a ir en Madrid los domingos porque, según argumentó, no veía más que culos de mucha gente, me tocó asistir a misa en una iglesia de un pueblecito castellano, no sé si de León, Zamora o Valladolid, la iglesia estaba llena y el predicador cumplió largamente con su encargo, y, acabada la larga perorata, ya casi dándose la vuelta, nos espetó: “y ahí queda eso, para que lo vayáis rumiando durante la semana.
Aunque hubiesen quitado la carpa findeañera de la plaza mayor, aquí plaza del Ayuntamiento, para la gente, y, para el nomenclátor de la villa, de Alfonso X, el Sabio, que para eso nos extendió como pueblo de realengo, el fuero de Benavente, tampoco habrían podido aprovechar los nenos del pueblo para exhibir su juguetería nueva, porque desde bien de mañana no dejó de orbayar, ni de estarse el día entristecidamente gris.
Os cuento: una bufanda espléndida, larga y confortable; un hipopótamo de cristal -“para que te acuerdes de ir al dentista”, decía el taimado papelillo cruel de las innecesarias explicaciones; una varita mágica que con paciencia y arte podría responder a las promesas de su propaganda de que pueda programarse para hacer la competencia al mando a distancia de la tele; un ingenioso trípode articulado para sostener cualquier artilugio fotográfico o similar, y una máquina de afeitar eléctrica, que, como casi todo el mundo sabe, se compran con garantía de un año y suelen durar, medianamente cuidadas, hasta tres y medio o cuatro.
Entre todos, me quitan del ordenador toda la basura que le voy metiendo con mis curiosidades, errores y chapuzas. Corre ahora como un galgo juvenil. La varita, en cambio, o se me resiste o es una divertida tomadura de pelo. Os contaré, Deo volente, en cuanto regrese de mi viaje.
No, hombre; no, mujer. Ya no voy periódicamente a las capitales, ya mis viejos amigos, colaboradores y contradictores de tantos años, se han librador todos de mis insistencias, mis argumentos, probablemente mis errores. Que de todo habrá habido. Pero, a lo que iba, mi viaje, si al final no me asusta algún recelo, apoyado en el vil razonamiento de que es probable que me quede poco tiempo, de modo que ¿para qué arreglar goteras? El argumento es indebido y pequeño –dado que debemos actuar, dicen mis principios, como si fuésemos a durar mucho más-, pero más pequeño es el que lo utiliza. Por lo menos, lo reconozco. Ya es algo.
No se puede decir que haya estado la caravana especialmente inspirada. Lo justito. Ahora cuesta moverse, ir al almacén, traer los paquetes o que te los traigan.
Los tiempos, además, no están para gastos. Los viejecitos perdemos en seguida la vejiga de flotación que, mientras capaces de trabajar en serio, nos mantenía siempre a flote.
Hay pocos paquetes, dijo mi sagacísima nieta más pequeña, mirando todavía por la rendija de la puerta entreabierta.
La iglesia, esta mañana de fiesta, semivacía, y los pobladores por encima de los cincuenta, tal vez de los sesenta o setenta, en su mayoría por lo menos. Tiene que ser desolador pronunciar una homilía para treinta, como mucho cuarenta personas. La misa, o si prefiere usted la eucaristía, es la misma. Supongo que el celebrante se centra, ensimisma en lo que hace. La homilía es otra cosa, se dirige a alguien con quien trata de entablar, mediante su soliloquio, un diálogo en que el intercambio es de ideas, puesto que las palabras las dice nada más que uno, que sugiere. Hace muchos, muchos años, cuando las iglesias solían llenarse de bote en bote, hasta el punto de que un pariente mío, infante aún, se negaba a ir en Madrid los domingos porque, según argumentó, no veía más que culos de mucha gente, me tocó asistir a misa en una iglesia de un pueblecito castellano, no sé si de León, Zamora o Valladolid, la iglesia estaba llena y el predicador cumplió largamente con su encargo, y, acabada la larga perorata, ya casi dándose la vuelta, nos espetó: “y ahí queda eso, para que lo vayáis rumiando durante la semana.
Aunque hubiesen quitado la carpa findeañera de la plaza mayor, aquí plaza del Ayuntamiento, para la gente, y, para el nomenclátor de la villa, de Alfonso X, el Sabio, que para eso nos extendió como pueblo de realengo, el fuero de Benavente, tampoco habrían podido aprovechar los nenos del pueblo para exhibir su juguetería nueva, porque desde bien de mañana no dejó de orbayar, ni de estarse el día entristecidamente gris.
Os cuento: una bufanda espléndida, larga y confortable; un hipopótamo de cristal -“para que te acuerdes de ir al dentista”, decía el taimado papelillo cruel de las innecesarias explicaciones; una varita mágica que con paciencia y arte podría responder a las promesas de su propaganda de que pueda programarse para hacer la competencia al mando a distancia de la tele; un ingenioso trípode articulado para sostener cualquier artilugio fotográfico o similar, y una máquina de afeitar eléctrica, que, como casi todo el mundo sabe, se compran con garantía de un año y suelen durar, medianamente cuidadas, hasta tres y medio o cuatro.
Entre todos, me quitan del ordenador toda la basura que le voy metiendo con mis curiosidades, errores y chapuzas. Corre ahora como un galgo juvenil. La varita, en cambio, o se me resiste o es una divertida tomadura de pelo. Os contaré, Deo volente, en cuanto regrese de mi viaje.
No, hombre; no, mujer. Ya no voy periódicamente a las capitales, ya mis viejos amigos, colaboradores y contradictores de tantos años, se han librador todos de mis insistencias, mis argumentos, probablemente mis errores. Que de todo habrá habido. Pero, a lo que iba, mi viaje, si al final no me asusta algún recelo, apoyado en el vil razonamiento de que es probable que me quede poco tiempo, de modo que ¿para qué arreglar goteras? El argumento es indebido y pequeño –dado que debemos actuar, dicen mis principios, como si fuésemos a durar mucho más-, pero más pequeño es el que lo utiliza. Por lo menos, lo reconozco. Ya es algo.
jueves, 5 de enero de 2012
Melchor, Gaspar y Baltasar, en latín; en griego: Galvalá, Malgalar y Sarathim; en hebreo: Apelio, Américo y Damasco.
También, unos y otros, llamaron a Apelio Apellicón, a Américo, Aremerín y a Damasco Damascón. Y a Galvalá Galgalath, a Malgalar Malgalath y a Sabathim Serakin.
De cualquier modo, tres eran tres, los tres Reyes Magos. O tal vez trescientos. Con uana interminable caravana en que la leyenda incluyó más tarde a la reina de Saba o a sus enviados, curiosos y demás intrigantes personajes que iban tras de la estrella, y la estrella, incansable, hasta llegar a Belén.
Belén es Belén de Judá, dicen unos, pero otros dicen que es Belén de la Montaña, de Luarca, que ahora le llaman Valdés, pero es Luarca, se pongan como se pongan, por lo menos en mi corazón caminante.
Todos los niños del mundo han escrito a estos reyes que vienen de la nada y a la nada van, rememorando con su caravana, ahora de ilusiones, la caravana de camellós y espoliques, reyes y carrozas, palanquines y ¿por qué no elefantes, acémilas y humildes burros?
La caravana llega esta silenciosa noche. De niño, apretaba yo los ojos, me acuerdo, no sea que los vea y se escapen. No sea que el mirar mío los asuste. Cogido a la ventana de casa, oí, os lo juro, estremecido, con los ojos bien apretados, angustiosamente cerrados, el clopetí clop de sus caballos, que puede que fuesen camellos, os juro que no los abrí, los ojos, por miedo a que se desvanecieran en la noche, se fueran, volviesen con el malvado Herodes del castillo del belén, rodeado y protegido por una multitud de solados romanos.
Ellos cumplieron y yo también.
-Mamá, le pregunté a la mía, hay un niño en la escuela que dice que los reyes son los padres, ¿es mucho pecado?
Todavía vienen. Todavía me acuesto y con la del alba, al encender la luz del zaguán, están allí los paquetes de colores y siempre hay alguno que me señala, se me adjudica. Son fieles a mi decisión de aguantar y no haberlos mirado aquel día.
Los niños americanos saben que los renos de Santa Claus se llaman Brioso, Bailarín, Acróbata, Cometa, Cupido, Trueno, Relámpago, Juguetón y Rodolfo. ¿Por qué se han olvidado tan pronto, en sólo dos mil y pocos años, los nombres de los camellos, la acémilas, los burrillos, los elefantes y los caballos y las yeguas de los infinitos Reyes Magos que eran tres: Melchor, Gaspar y Baltasar, cargados con sendos pomos, uno de oro, otro de incienso y el tercero de mirra. Nunca he sabido con exactitud exacta qué era eso de la mirra, hasta ahora mismo, que me asegura don Manuel Seco que es una “resina aromática, roja, semitransparente y brillante, producida por el árbol Commiphora myrrha y otros semejantes, que crecen en Arabia y Abisinia”.
Yo no escribí carta. Si acaso, en postdata de blog, les digo hoy que cualquier cosa que traigan, será bien recibida, y que si deciden que este año ya nada, bueno, pues también. Y les añadiré que un poco de valor, la valentía hace mucha falta a los viejos, y paciencia, que también, y que se lleven cuantas dudas quepa imaginar –cosa imposible, porque vivir es dudar-, ilusionada esperanza inagotable, amor a raudales …
Eso es lo personal. Hay, además, un entorno. Ahí, numerado:
1.- Para Asturias, un plan de organización socioeconómica y políticosocial.
2.- Para España, un mapa definitivo para por lo menos un par de siglos.
3.- Para España, que alguien, por fin, invente la manera de hacer entender a la genta que para la economía que viene hace falta crear sociedades de sociedades de producción diversa, que incluyan hasta bancos.
4.- Para España, que alguien comprenda que hasta que montemos nuestra economía, necesitaremos factorías ajenas por lo menos, para que haya trabajo para todos o casi, casi todos.
5.- Para Europa, la constitución de los Estados Unidos de Europa.
6.- Pediría también, pero ya me parece gollería, que se pusiera un plazo, transcurrido el cual, tuvieran que desaparecer por agrupación con otros las autonomías y los ayuntamientos incapaces de mantenerse por sí mismos. Hasta quedarse, como mucho, en una tercera parte de las actuales y la mitad de los actuales, con un régimen espacial para media docena de ciudades.
También, unos y otros, llamaron a Apelio Apellicón, a Américo, Aremerín y a Damasco Damascón. Y a Galvalá Galgalath, a Malgalar Malgalath y a Sabathim Serakin.
De cualquier modo, tres eran tres, los tres Reyes Magos. O tal vez trescientos. Con uana interminable caravana en que la leyenda incluyó más tarde a la reina de Saba o a sus enviados, curiosos y demás intrigantes personajes que iban tras de la estrella, y la estrella, incansable, hasta llegar a Belén.
Belén es Belén de Judá, dicen unos, pero otros dicen que es Belén de la Montaña, de Luarca, que ahora le llaman Valdés, pero es Luarca, se pongan como se pongan, por lo menos en mi corazón caminante.
Todos los niños del mundo han escrito a estos reyes que vienen de la nada y a la nada van, rememorando con su caravana, ahora de ilusiones, la caravana de camellós y espoliques, reyes y carrozas, palanquines y ¿por qué no elefantes, acémilas y humildes burros?
La caravana llega esta silenciosa noche. De niño, apretaba yo los ojos, me acuerdo, no sea que los vea y se escapen. No sea que el mirar mío los asuste. Cogido a la ventana de casa, oí, os lo juro, estremecido, con los ojos bien apretados, angustiosamente cerrados, el clopetí clop de sus caballos, que puede que fuesen camellos, os juro que no los abrí, los ojos, por miedo a que se desvanecieran en la noche, se fueran, volviesen con el malvado Herodes del castillo del belén, rodeado y protegido por una multitud de solados romanos.
Ellos cumplieron y yo también.
-Mamá, le pregunté a la mía, hay un niño en la escuela que dice que los reyes son los padres, ¿es mucho pecado?
Todavía vienen. Todavía me acuesto y con la del alba, al encender la luz del zaguán, están allí los paquetes de colores y siempre hay alguno que me señala, se me adjudica. Son fieles a mi decisión de aguantar y no haberlos mirado aquel día.
Los niños americanos saben que los renos de Santa Claus se llaman Brioso, Bailarín, Acróbata, Cometa, Cupido, Trueno, Relámpago, Juguetón y Rodolfo. ¿Por qué se han olvidado tan pronto, en sólo dos mil y pocos años, los nombres de los camellos, la acémilas, los burrillos, los elefantes y los caballos y las yeguas de los infinitos Reyes Magos que eran tres: Melchor, Gaspar y Baltasar, cargados con sendos pomos, uno de oro, otro de incienso y el tercero de mirra. Nunca he sabido con exactitud exacta qué era eso de la mirra, hasta ahora mismo, que me asegura don Manuel Seco que es una “resina aromática, roja, semitransparente y brillante, producida por el árbol Commiphora myrrha y otros semejantes, que crecen en Arabia y Abisinia”.
Yo no escribí carta. Si acaso, en postdata de blog, les digo hoy que cualquier cosa que traigan, será bien recibida, y que si deciden que este año ya nada, bueno, pues también. Y les añadiré que un poco de valor, la valentía hace mucha falta a los viejos, y paciencia, que también, y que se lleven cuantas dudas quepa imaginar –cosa imposible, porque vivir es dudar-, ilusionada esperanza inagotable, amor a raudales …
Eso es lo personal. Hay, además, un entorno. Ahí, numerado:
1.- Para Asturias, un plan de organización socioeconómica y políticosocial.
2.- Para España, un mapa definitivo para por lo menos un par de siglos.
3.- Para España, que alguien, por fin, invente la manera de hacer entender a la genta que para la economía que viene hace falta crear sociedades de sociedades de producción diversa, que incluyan hasta bancos.
4.- Para España, que alguien comprenda que hasta que montemos nuestra economía, necesitaremos factorías ajenas por lo menos, para que haya trabajo para todos o casi, casi todos.
5.- Para Europa, la constitución de los Estados Unidos de Europa.
6.- Pediría también, pero ya me parece gollería, que se pusiera un plazo, transcurrido el cual, tuvieran que desaparecer por agrupación con otros las autonomías y los ayuntamientos incapaces de mantenerse por sí mismos. Hasta quedarse, como mucho, en una tercera parte de las actuales y la mitad de los actuales, con un régimen espacial para media docena de ciudades.
Te pones a pensar y se te acongoja el ánimo. Por ejemplo, hablábamos el otro día incidentalmente de los indios precolombinos. Llegó Colón, a la altura del ombligo de América, como habían llegado por el norte los infatigables vikingos, a la altura de las vidiayas de lo que después fue América; bueno pues flaco favor que les hicieron uno y otros a los indios precolombinos, de que, a la larga, casi no quedaron ni vestigios. A la vez que idiomas nuevos y religiones para ellos exóticas, les llevaron las buenas y malas costumbres y los entes microbianos mezclados, favorables y malignos. Y el mestizaje.
El mestizaje, ya lo sé, es el probable éxito que permitirá a la larga la supervivencia de la especie, pero cuesta lograrlo. Se retuercen cuerpos y almas como si les aplicásemos el fuego de un alambique, en este caso social, de que se irán destilando, gota a gota, las características humanas de la nueva sociedad.
Se ha dicho que la cara es el espejo del alma, cambiará y es probable que arrastre modificaciones sustanciales en el alma y seamos capaces de entender, al fusionarse en el mestizaje de veras las culturas, en qué consiste el amor.
Ese vínculo de energía que probablemente entendimos y olvidamos los circunspectos occidentales europeos, a lo largo de nuestra sofisticada decadencia, y por eso nos maravilla escucharlo como cosa nueva en los fragmentos de que nos quedan testimonio que pensaban los indios o los maoríes, capaces todavía de recordar que formamos una comunidad racional, rodeada y amparada, auxiliada y lograda gracias a otras irracionales y a la vida de los demás reinos, mineral y vegetal, con que convivimos. Convivir no es una yuxtaposición, cuando, como nos ocurre, dependemos en el planeta unos de otros, de las cosas y del espíritu del aire.
-¿Por qué se acongoja, en vez de alegrarse, el ánimo?
-Pues porque la alegría de vivir, depende de la agonía y la muerte sucesivas de todo, y aún no somos capaces de entender el cómo y el porqué del buen padre Dios y por todo ello la esperanza, camino del amor, es a la vez retranca e impulso, miedo y sueño, caída y vuelo.
El mestizaje, ya lo sé, es el probable éxito que permitirá a la larga la supervivencia de la especie, pero cuesta lograrlo. Se retuercen cuerpos y almas como si les aplicásemos el fuego de un alambique, en este caso social, de que se irán destilando, gota a gota, las características humanas de la nueva sociedad.
Se ha dicho que la cara es el espejo del alma, cambiará y es probable que arrastre modificaciones sustanciales en el alma y seamos capaces de entender, al fusionarse en el mestizaje de veras las culturas, en qué consiste el amor.
Ese vínculo de energía que probablemente entendimos y olvidamos los circunspectos occidentales europeos, a lo largo de nuestra sofisticada decadencia, y por eso nos maravilla escucharlo como cosa nueva en los fragmentos de que nos quedan testimonio que pensaban los indios o los maoríes, capaces todavía de recordar que formamos una comunidad racional, rodeada y amparada, auxiliada y lograda gracias a otras irracionales y a la vida de los demás reinos, mineral y vegetal, con que convivimos. Convivir no es una yuxtaposición, cuando, como nos ocurre, dependemos en el planeta unos de otros, de las cosas y del espíritu del aire.
-¿Por qué se acongoja, en vez de alegrarse, el ánimo?
-Pues porque la alegría de vivir, depende de la agonía y la muerte sucesivas de todo, y aún no somos capaces de entender el cómo y el porqué del buen padre Dios y por todo ello la esperanza, camino del amor, es a la vez retranca e impulso, miedo y sueño, caída y vuelo.
martes, 3 de enero de 2012
Leo con inconmensurable pena que corre peligro La Voz de Asturias, donde dejé tantas veces muestra de mis escaseces periodísticas, alternando con plumas mucho más sabias, según ahora compruebo al repasar aquel papel amarillento de desvanes.
Muere un periódico y se desparrama un caudal de letras, palabras, párrafos, noticia de unos humanos a otros, todos necesitados de escuchar al otro, a veces tan lejano.
Ahora que la letra impresa se ahoga en océanos de técnica, atrapada en tabletas, definitivamente vencida por las imágenes comentadas de la televisión, que te cuenta las cosas mientras están ocurriendo, que un periódico se caiga, nadie sabe si el hueso se rompió antes o después de la caída, con cuanto ello implica, es como cuando se cae un viejo y se le ve en el mirar que está considerando si valdrá la pena tratar de levantarse.
Era un periódico bien hecho, como deben ser en éste su tiempo, el manojo de las noticias interesantes, como ristras de panoyas, colgadas, bien a la vista, del corredor del hórreo, pocos ladrillos y contextura habitual, para que a cada cual se resultara fácil saciar su particular curiosidad. Pero no basta a un periódico con dar buen servicio. Ha de caer bien, y los hay que nada más sobreviven de la mano de los indignados con las líneas de los otros que tuvieron, nadie sabe por qué, más suerte o más acierto, o pasaron de unas a otras por más afortunadas manos.
Ni siquiera basta con disponer de buenas plumas. Las buenas plumas no hacen necesariamente buenos periódicos, y, en cambio, los periódicos suelen hacer buenas plumas. Pero ni eso, ni las plumas es frecuente que se usen ahora, tiempo de iPad y mensajes entrecortados, con fugas de letras y escandalosas faltas de una ortografía agonizante. Así, poco a poco, cada vez se habla menos –se acabaron las tertulias anónimas de las reboticas de los cafés y las tascas, ahora se imitan en la televisión y se llama tertulianos a los contertulios-. Esperemos que a cambio, puesto que solemos llevar los libros con nosotros, almacenados a millares en el artilugio nuevo con que abrasaron este año los Reyes Magos, se lea más. Lo malo es que los soportes fallan a veces y otras los libros están picados aprisa y corriendo, descuidados, con los renglones partidos u olvidados.
Queda camino por hacer.
Como hitos en el desierto, quedan también, al borde de las huellas de las caravanas, osamentas blancas, peladas, relucientes, que es como si marcasen y señalaran caminos de peregrinación: Región, Asturias Diario, ¿ahora La Voz de Asturias? … Nacen sin embargo, con nuevas técnicas, nuevos modos, sin miedo y sin tacha Asturias Mundial, la Hora de Asturias, Oviedo Diario.
Toda una multitud de viejos roqueros, incombustibles y ferozmente liberales, están ahí y se advierte que enseñan a otros aprendices de vuelo.
Tal vez no esté todo perdido
Muere un periódico y se desparrama un caudal de letras, palabras, párrafos, noticia de unos humanos a otros, todos necesitados de escuchar al otro, a veces tan lejano.
Ahora que la letra impresa se ahoga en océanos de técnica, atrapada en tabletas, definitivamente vencida por las imágenes comentadas de la televisión, que te cuenta las cosas mientras están ocurriendo, que un periódico se caiga, nadie sabe si el hueso se rompió antes o después de la caída, con cuanto ello implica, es como cuando se cae un viejo y se le ve en el mirar que está considerando si valdrá la pena tratar de levantarse.
Era un periódico bien hecho, como deben ser en éste su tiempo, el manojo de las noticias interesantes, como ristras de panoyas, colgadas, bien a la vista, del corredor del hórreo, pocos ladrillos y contextura habitual, para que a cada cual se resultara fácil saciar su particular curiosidad. Pero no basta a un periódico con dar buen servicio. Ha de caer bien, y los hay que nada más sobreviven de la mano de los indignados con las líneas de los otros que tuvieron, nadie sabe por qué, más suerte o más acierto, o pasaron de unas a otras por más afortunadas manos.
Ni siquiera basta con disponer de buenas plumas. Las buenas plumas no hacen necesariamente buenos periódicos, y, en cambio, los periódicos suelen hacer buenas plumas. Pero ni eso, ni las plumas es frecuente que se usen ahora, tiempo de iPad y mensajes entrecortados, con fugas de letras y escandalosas faltas de una ortografía agonizante. Así, poco a poco, cada vez se habla menos –se acabaron las tertulias anónimas de las reboticas de los cafés y las tascas, ahora se imitan en la televisión y se llama tertulianos a los contertulios-. Esperemos que a cambio, puesto que solemos llevar los libros con nosotros, almacenados a millares en el artilugio nuevo con que abrasaron este año los Reyes Magos, se lea más. Lo malo es que los soportes fallan a veces y otras los libros están picados aprisa y corriendo, descuidados, con los renglones partidos u olvidados.
Queda camino por hacer.
Como hitos en el desierto, quedan también, al borde de las huellas de las caravanas, osamentas blancas, peladas, relucientes, que es como si marcasen y señalaran caminos de peregrinación: Región, Asturias Diario, ¿ahora La Voz de Asturias? … Nacen sin embargo, con nuevas técnicas, nuevos modos, sin miedo y sin tacha Asturias Mundial, la Hora de Asturias, Oviedo Diario.
Toda una multitud de viejos roqueros, incombustibles y ferozmente liberales, están ahí y se advierte que enseñan a otros aprendices de vuelo.
Tal vez no esté todo perdido
lunes, 2 de enero de 2012
El señor alcalde mayor de mi pueblo, que el buen padre Dios guarde a ambos, ha decretado que los niños se vayan a hacer puñetas y jueguen en casa con sus pleisteision y sus uís, o que se vayan a la explanada de la Llera, donde antes corrían los vientos para secar las redes y ahora anclan los ominopresentes automóviles. El señor alcalde mayor ha remitido a los niños a ver la televisión con tres dimensiones y gafas de ver la tercera. Ha implantado, arraigado, una carpa inmensa, gigantesca, que ocupa todo el parque que hace de plaza mayor, ante el Ayuntamiento de la Villa y dice, implícitamente, que los niños se vayan a dar un paseo o se queden en casa, al lado del árbol, unos, otros ayudando a papanoel a trepar por la fachada, otros junto al belén somero del zaguán, en cualquier caso, cantando villancicos más o menos ortodoxos, nuevos y viejos, tradicionales y raperos, que de todo ha de haber en la viña y en las boticas, agobiadas, según los boticarios, porque no hay pasta para que la administración pague los gastos de la la seguridad social pague puntualmente y se van a echar, hay quien dice, a la calle, entre una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid, la Casta y la Susana, para consolarse de las muchas penas que vienen en el regazo hostil del 2012, bisiesto y malandrín, escaso de hot money, desvergonzado, enjuto.
Al señor alcalde mayor le han salido tres plagas, asumido que ha la convicción de que no le quede ni para mixtos: una es la de los niños, que fuera, a casa, a no estorbar el bailongo con botellón prohibido de la macrocarpa de la plaza mayor; otra es la de los coches, que con esos no puede, se le suben a lo amarillo, le pisan las cebras, se le amontonan –“es un momentín, comprenda”- en las aceras mientras cojo dinero del cajero, oiga, mientras bajo o cargo las maletas del hotelito, escuche, entre que me saca la muela el dentista, o compro unos fiambres en el hiper o pregunto en los chinos si venden cordones para zapatos, y la otra, las mascotas, que ¡a ver si recogéis la mierda!, como si la mierda de perro estorbase más que los cajones de colorines, de recogida de desechos humanos, oliese mejor o molestara menos, o sea más lógico que les tiren mendrugos a los patos envejecidos y a las tres ocas airadas, alimentando así a las certeras gaviotas, que apuntan, estoy seguro, y te cagan encima, y a las palomas, que con acierto bautizó un ingenioso motejador de ratas con alas.
Por el aire, nos acosan los tres bandos de gaviotas, palomas y estorninos.
Echo de menos en cambio a los gorriones, los gatos callejeros, las marigarcías y las anguilas del río, por cuyo cauce arriba suben ahora como nunca los muíles y los cormoranes.
La hermosa gente cada vez somos menos, bueno, la hermosa y los que deberíamos salir de noche, cuando todos los gatos eran pardos.
¡Aquellos maullidos de febrerillo el loco, por los tejados! Con las gatas en celo y los gatos heridos en las mil batallas que por sus favores libraban, encelados como tigres de bengala, “la tigre de bangala, con su preciosa piel manchada a rayas …”
Al señor alcalde mayor le han salido tres plagas, asumido que ha la convicción de que no le quede ni para mixtos: una es la de los niños, que fuera, a casa, a no estorbar el bailongo con botellón prohibido de la macrocarpa de la plaza mayor; otra es la de los coches, que con esos no puede, se le suben a lo amarillo, le pisan las cebras, se le amontonan –“es un momentín, comprenda”- en las aceras mientras cojo dinero del cajero, oiga, mientras bajo o cargo las maletas del hotelito, escuche, entre que me saca la muela el dentista, o compro unos fiambres en el hiper o pregunto en los chinos si venden cordones para zapatos, y la otra, las mascotas, que ¡a ver si recogéis la mierda!, como si la mierda de perro estorbase más que los cajones de colorines, de recogida de desechos humanos, oliese mejor o molestara menos, o sea más lógico que les tiren mendrugos a los patos envejecidos y a las tres ocas airadas, alimentando así a las certeras gaviotas, que apuntan, estoy seguro, y te cagan encima, y a las palomas, que con acierto bautizó un ingenioso motejador de ratas con alas.
Por el aire, nos acosan los tres bandos de gaviotas, palomas y estorninos.
Echo de menos en cambio a los gorriones, los gatos callejeros, las marigarcías y las anguilas del río, por cuyo cauce arriba suben ahora como nunca los muíles y los cormoranes.
La hermosa gente cada vez somos menos, bueno, la hermosa y los que deberíamos salir de noche, cuando todos los gatos eran pardos.
¡Aquellos maullidos de febrerillo el loco, por los tejados! Con las gatas en celo y los gatos heridos en las mil batallas que por sus favores libraban, encelados como tigres de bengala, “la tigre de bangala, con su preciosa piel manchada a rayas …”
Aquí estamos, en la playa recién hollada del año dos mil doce. Corre un viento movido por la capa del invierno y los bordes de las nubes del primer atardecer del año se tiñen o de sangre o de zumo de naranja. Habría que subir, lamer la espuma de una de las nubes altas y probar el sabor del reflejo, que a lo peor no sabe a nada y todo es fantasía, recuerdo de algo no ocurrido nuca. En eso consiste la fantasía: en recordar algo que jamás tuvo existencia, ni siquiera esencia ni siquiera en la paradoja del tiempo.
Hay quien dice que se retuerce, como la huella del vuelo de un ave caprichosa y es por eso por lo que decimos mentiras. Nos roza una parcela de lo no ocurrido todavía y lo recordamos, lo decimos, lo mentimos sin querer.
Un año bisiesto. Ignoro si os habíais dado cuenta de que se trata de uno de esos años prodigiosamente más largos, con veinticuatro horas de reajuste y propina. Nada menos que veinticuatro horas. Inventamos el tiempo y está desajustado consigo mismo y cada cuatro años tenemos que corregir y poner al día unos mecanismos que a lo largo de cada año también anduvimos reajustando, hora adelante y atrás, como si no estuviésemos seguros de que los días y las noches son o no mensurables y cómo debe hacerse la medida.
Y un año pletórico de malas previsiones y sombríos presagios, todo va a ir mal, nos dicen, pero nadie concreta cómo y hasta qué punto. Hoy, por ejemplo, cuentan los noticiarios virtuales que mucha gente se ha sumado en algunos países a esos que llaman “sin techo”, vagabundos que duermen al raso y comen lo que les dan o hurgan y rebuscan en la basura de ricachos o de supermercados. Y de que proliferan comedores económicos o comedores gratuitos con que la sociedad prepara coartadas para traspasar su delito, o su pecado, de crueldad.
La sociedad, dije. Como si la sociedad pudiera ser considerada así, despersonalizadamente, a título supuestamente impersonal de un colectivo de que cupiera separarse. Yo, intentamos decir, no estaba aquel día, en aquella situación, ante aquella necesidad. Yo estaba atrincherado en mi soledad, rodeado de íntimos, arropado de ignorancias, aliviado de necesidades, sazonado de caprichos.
Me siento mal conmigo mismo, y al mismo tiempo incapaz de aliviar a nadie porque las noticias están llenas de mentirosos que fingen necesidad para robarte, de sinvergüenzas que te rebanarían el cuello sin el menor miramiento, a la menor oportunidad, para quitarte cualquier cantidad de dinero o de quisicosas que lo valiesen y llevaras encima.
La sociedad –vuelta al efugio-, en realidad tú mismo, te pone entre dos filos. Pasas cada día entre Scila y Caribdis.
Me consuela hasta cierto punto pensar que nunca he sido lo que se dice rico de verdad, pero me preocupa haber disfrutado de lo necesario. E incluso de ese “poco más” que te permite irte sensibilizando, aprendiendo de aquí y de allá retazos de aproximaciones a la sabiduría. Tener el privilegio de, además de haber vivido, haber sentido la vida.
Sentir la vida llamo a la dubitativa interpretación caprichosa de lo que se experimenta cuando una melodía te envuelve, disfrutas de un paisaje, entiendes, por lo menos en parte, y así puedes sufrir, o gozar, con el trabajo que haces en cada momento, descubres la hondura del amor verdadero, comprendes que los sentidos están engañando a las neuronas.
Hay quien dice que se retuerce, como la huella del vuelo de un ave caprichosa y es por eso por lo que decimos mentiras. Nos roza una parcela de lo no ocurrido todavía y lo recordamos, lo decimos, lo mentimos sin querer.
Un año bisiesto. Ignoro si os habíais dado cuenta de que se trata de uno de esos años prodigiosamente más largos, con veinticuatro horas de reajuste y propina. Nada menos que veinticuatro horas. Inventamos el tiempo y está desajustado consigo mismo y cada cuatro años tenemos que corregir y poner al día unos mecanismos que a lo largo de cada año también anduvimos reajustando, hora adelante y atrás, como si no estuviésemos seguros de que los días y las noches son o no mensurables y cómo debe hacerse la medida.
Y un año pletórico de malas previsiones y sombríos presagios, todo va a ir mal, nos dicen, pero nadie concreta cómo y hasta qué punto. Hoy, por ejemplo, cuentan los noticiarios virtuales que mucha gente se ha sumado en algunos países a esos que llaman “sin techo”, vagabundos que duermen al raso y comen lo que les dan o hurgan y rebuscan en la basura de ricachos o de supermercados. Y de que proliferan comedores económicos o comedores gratuitos con que la sociedad prepara coartadas para traspasar su delito, o su pecado, de crueldad.
La sociedad, dije. Como si la sociedad pudiera ser considerada así, despersonalizadamente, a título supuestamente impersonal de un colectivo de que cupiera separarse. Yo, intentamos decir, no estaba aquel día, en aquella situación, ante aquella necesidad. Yo estaba atrincherado en mi soledad, rodeado de íntimos, arropado de ignorancias, aliviado de necesidades, sazonado de caprichos.
Me siento mal conmigo mismo, y al mismo tiempo incapaz de aliviar a nadie porque las noticias están llenas de mentirosos que fingen necesidad para robarte, de sinvergüenzas que te rebanarían el cuello sin el menor miramiento, a la menor oportunidad, para quitarte cualquier cantidad de dinero o de quisicosas que lo valiesen y llevaras encima.
La sociedad –vuelta al efugio-, en realidad tú mismo, te pone entre dos filos. Pasas cada día entre Scila y Caribdis.
Me consuela hasta cierto punto pensar que nunca he sido lo que se dice rico de verdad, pero me preocupa haber disfrutado de lo necesario. E incluso de ese “poco más” que te permite irte sensibilizando, aprendiendo de aquí y de allá retazos de aproximaciones a la sabiduría. Tener el privilegio de, además de haber vivido, haber sentido la vida.
Sentir la vida llamo a la dubitativa interpretación caprichosa de lo que se experimenta cuando una melodía te envuelve, disfrutas de un paisaje, entiendes, por lo menos en parte, y así puedes sufrir, o gozar, con el trabajo que haces en cada momento, descubres la hondura del amor verdadero, comprendes que los sentidos están engañando a las neuronas.
domingo, 1 de enero de 2012
Entre Pinto y Valdemoro.
perdió un diente el que suscribe.
Tocaban las campanadas,
tragaban todos las uvas,
sin masticar, como suele
hacer la gente a esas horas
del final de cada añada.
Un diente esencial, que estuvo
casi en todas mis sonrisas
de ochenta y dos otoñadas,
casi ya de ochenta y tres,
pues pocos meses les faltan.
Se alza ya, amenazador,
el fantasma del dentista
con sus trastos en la mano
y esa fría decisión
con que siempre me acoquina
Entre Pinto y Valdemoro,
entre Medina y Olmedo,
donde dieron al galán
los sayones, emboscados
en la noche, para el pelo.
Entre la quinta y la sexta
campanadas de las doce,
saliendo un año y entrando
el proyecto de otro nuevo,
me cascó a mí el diente viejo.
Lágrimas de madrugada,
lamentos y confusión,
el teléfono llamaba,
aulló la Puerta del Sol,
¡feliz año!, se gritaban.
Sólo, quieto y en silencio,
el pobre viejo pasó
la lengua por la hondonada
do antes estuvo el marfil
y ya no le queda nada.
Me valga el buen padre Dios,
amedrentado pensaba,
y ayude mi temeraria
empresa de visitar
al hombre de las cizallas.
Cayó la noche, entró el año,
el daño ya estaba hecho,
cuando yo aún me preguntaba
si no habría sido un sueño,
más ¡qué va!, el piño me falta.
perdió un diente el que suscribe.
Tocaban las campanadas,
tragaban todos las uvas,
sin masticar, como suele
hacer la gente a esas horas
del final de cada añada.
Un diente esencial, que estuvo
casi en todas mis sonrisas
de ochenta y dos otoñadas,
casi ya de ochenta y tres,
pues pocos meses les faltan.
Se alza ya, amenazador,
el fantasma del dentista
con sus trastos en la mano
y esa fría decisión
con que siempre me acoquina
Entre Pinto y Valdemoro,
entre Medina y Olmedo,
donde dieron al galán
los sayones, emboscados
en la noche, para el pelo.
Entre la quinta y la sexta
campanadas de las doce,
saliendo un año y entrando
el proyecto de otro nuevo,
me cascó a mí el diente viejo.
Lágrimas de madrugada,
lamentos y confusión,
el teléfono llamaba,
aulló la Puerta del Sol,
¡feliz año!, se gritaban.
Sólo, quieto y en silencio,
el pobre viejo pasó
la lengua por la hondonada
do antes estuvo el marfil
y ya no le queda nada.
Me valga el buen padre Dios,
amedrentado pensaba,
y ayude mi temeraria
empresa de visitar
al hombre de las cizallas.
Cayó la noche, entró el año,
el daño ya estaba hecho,
cuando yo aún me preguntaba
si no habría sido un sueño,
más ¡qué va!, el piño me falta.
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