Apunta la mimosa de la ladera del monte, su día anda cada año en torno al 15 de enero, que será, Dios mediante, el domingo que viene. Adelantarse o retrasar la floración, anuncia habitualmente buen o mal verano. Claro que ahora mismo, esto del cambio o del no cambio climático tiene trastocados los “síntomas” tradicionales que servían a “los antiguos” para predecir el tiempo a corto o medio plazo, a veces, como con esto de la mimosa y el verano, a largo plazo.
Me embarco en una novela cuasi victoriana, casi un Dickens sintetizado. Por lo menos, agradable en su típica complicación de hilos y tramas que se van desenredando en busca del final a que todavía no he llegado. Voy por la mitad. Se deja leer y estos días no hay policíacos más atractivos. Echo de menos el Donna León de este año. Brunetti duerme o duerme la autora.
Tregua entre el dentista y yo, después de una primera ardua jornada, otra llevadera y con la amenaza latente e imprevisible de la por ahora última de la serie.
Paseo por el Facebook y dejo tres o cuatro huellas. Cuando escribes en una de estas redes sociales, te da la impresión, a mí me la da por lo menos, de que estás escribiendo un libro de citas. Repasas lo escrito y parece escrito por el otro yo sintetizador de las microideas que se nos ocurren a los más o menos torpes.
Los Reyes me dejaron una varita mágica con la que según la propaganda se pueden hacer diabluras en la tele, sustituyendo al mando a distancia por lo menos para determinadas funciones. Ambos, varita y yo, con un tomo de Harry Potter encima de la mesa, tratamos de entendernos. Por ahora sólo advierto balbuceos de posibilidad e intentos de mandar de la varita o de obedecer del televisor, pero no se puede decir que mi master esté siendo todo lo eficaz que esperaba. No hay fluidez ni continuidad en los resultados de nuestros esfuerzos conjuntos, de la varita y mío. De cualquier modo, sirve para amenazar. Puede ser aterrador para alguien suficientemente crédulo que se le apunte con una varita y se murmure, ominosamente, alguna retahíla como las reglas de los silogismos o la lista de los reyes godos, que así, al fin y al cabo, con el correr del tiempo, mira por dónde, resultan de una clara utilidad práctica.
Me cuenta una amiguísima que tampoco este año se han apiadado los Reyes Magos de su fijación por un caballo balancín. No es justo. Le pasa lo que a mí con la lotería, y por eso comprendo mejor su decepción en cadena. Yo compro lotería, cuando me acuerdo, y siempre se me ocurre que podría ser esta vez. Sortean, miro y con lo fácil que podría ser incluir mis décimos en la relación de los premiados con un gordo extraordinario, el balancín, digo el premio, se va a otra casa, otra familia, otra persona. Porque es indudable que si no fuera así, nadie seguiría jugando a la lotería y no fabricarían caballos balancines. No hay que desanimarse. Le sugeriré a mi amiga, amiguísima que ponga la cabeza sobre mi hombro y lloraremos al unísono una pena recíproca. Hace muchos años, un luego buen poeta extremeño, que fue compañero de chabola del campamento de la Milicia Universitaria, allá bajo el pico de Matabueyes, a mitad de camino entre Segovia y La Granja de San Ildefonso, donde inventó otro compañero lo de que Margarita se llamaba nuestro amor, como himno de nuestra Compañía, a instancias de nuestro capitán Horrillo, ideó el término “tristeza hermana”. Es cierto. Llevamos a la tristeza como a una hermana, va, sin ir, con nosotros. De vez en cuando, para algo, nos necesita y sabe que siempre estaremos allí porque para eso es nuestra hermana.
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