Cita, un columnista, la famosa frase de Monterroso que se ha dado en considerar el más corto de los cuentos conocidos. Ese que dice que cuando se despertó, el dinosaurio estaba allí. Al fin y al cabo, una paráfrasis, una parodia o la síntesis de La Metamorfosis, de Kafka. Más corto sería decir que alguien nació, vivió y murió. Y así, con tres palabras, dejar escrita toda una biografía.
Cabe resumir todavía un poco más y decir sólo: vivió.
Es lo del concurso en que se debatía cuál es el más corto de los nombres conocidos. Propusieron O, el de María de la O, pero ganó, al final el de Nicasio, por aquello de que era “ni casi o”.
Vivir implica haber nacido y tener que morir. Nacer es una casualidad, morir una necesidad. Puedes nacer o no, pero si lo haces, o te lo hacen, has de morir.
¿Se renace, cada vez que se despierta? Hay sueños que se abandonan con pena, y, a cambio, otros que al despertar es como si te quitaran un terrible peso de encima. Bendito sea el buen padre Dios, se dice uno a sí mismo, no era verdad nada de cuanto me estaba pasando.
Despertamos últimamente cada día de la pesadilla del anterior para redescubrir que permanece, como el dinosaurio y seguimos pidiendo dinero prestado para pagar los préstamos pendientes. ¡Qué exitazo! ¡Nos siguen prestando! ¡Nos han prestado más dinero! Sobrecoge haber leído aquella extraordinaria obra que se llama “Carlos V y sus banqueros”. Lo del viejo emperador no fue nada, si se compara con las enormes fauces del cocodrilo político administrativo actual. Insaciable. Y toda una multitud reclamando que no decaiga, que hace falta más dinero para que no se interrumpa su importantísima función. La reiterada pregunta: ¿y lo mío? ¿cómo va lo mío?
Quite usted de ahí y de más allá, pero no de aquí, no de “lo mío”. Todo un clamor.
Y si alguien trata de poner orden, se lo comerán con patatas a medio freír. ¿No te jode, el tío ése? Pues no pretendía que trabajásemos más y ganásemos menos.
La lista es larga: no debe suprimirse ningún servicio, ninguno debe ser insuficientemente dotado, no cabe disminuir el número de ilustres que no trabajan pero sirven, no puedes echar funcionarios a la calle, “lo mío” es evidentemente primordial, una empresa no puede cerrar por perder dinero, al trabajador incompetente o incapaz o simple y sencillamente vago ni se te ocurra echarlo, de trabajar más ni mentarlo, de ganar menos ¡a quién se le ocurre!, si esto no marcha es “mala administración”, si le falta dinero suba usted los impuestos sin tocar los que me atañen a mí claro, exija de los bancos que presten sin mirar cuáles son las posibilidades que tiene de ganar para devolver.
Curiosa mentalidad la nuestra, colectiva, pero todavía más sorprendente cuando se examinan una por una las diferentes pretensiones de cada estamento, gremio, departamento, servicio o supuesta función social, y, dentro de cada uno de ellos, el de cada individuo de los que lo componemos. El resumen, la síntesis, el cuento cortísimo sería: ganemos más, trabajando menos; paguemos, endeudándonos más; que todo se arregle, siguiendo igual en lo que “a mí” me afecta, si acaso, mejorando un poco. Y en ese “a mí”, estamos todos y cada uno
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