La perrita, ya perra, tiene un pretendiente que no gusta a la familia. La familia soy yo. La perrita, recién perra y por lo tanto sin criterio, no se da cuenta de que una perrita blanca, de agua, con piel de algodón y sin experiencia, no puede dejarse hacer por un perro golfo, ojijunto, sucio, suelto y desgreñado, que nos acosa a mi perrita, recién perra, y a mí. Por poco me mata, ayer, enredado con el mando de la perrita, sus idas y venidas, tan pronto por delante como por detrás, por los lados, menos mal que no tiene, el puñetero, alas.
Me quedé sin aliento, defendiendo el honor de la familia, llegué a casa que casi no llegué, resollando, sin aire, y tuve que sentarme en la escalera, a recobrar vitalidad.
No se puede ni ser vieyo en paz.
No se puede tener a cargo una perrita núbil, algodonosa, en celo.
No se puede tener vecinos tan insensatos que dejen salir a sus perros de noche solos a buscarse planes. No, cuando hay unas ordenanzas municipales que prohíben soltar a los perros por la calle, obligan a llevarlos sujetos con correas de no más de una determinada dimensión –dos metros- y te amenazan con multas en pesetas millonarias, ya que hablan de hasta diez mil euros para casos de cagada que no se recoja con el debido esmero.
Al parecer este jodido vecino tiene bula. Hace unos días, el mismo perrito, ya nos había perseguido, nos tenía acoquinados contra una pared, ya que es imposible sujetar a una perrita loca y a la vez repeler al escurridizo macho enamorado, que le das una patada y ya no está, pasó un guardia municipal, lo llamé, le pedí auxilio, va y me dice que debe ser el perro del dueño de un bar cercano, comenta que sería difícil atraparlo y me deja con todo el pastel de que pude ir deshaciéndome poco a poco, a duras penas y quedándonos, cada veinte metros, de nuevo sitiados, ridículos, desasistidos.
Me molesta denunciar, pero me temo que voy a tener que reconsiderar tanto la conducta del guardia municipal como la del dueño del perro. Máxime cuando ayer verdaderamente me quedé sin aire y un viejo supongo que puede morirse de ahogo por el estilo.
O eso o licenciar a la perrita, perra, que, por otra parte, en casa nos quita penas y cavilaciones.
Lo primero, en estos casos, recobrar la respiración. Lo segundo, apagar la ira. En tercer lugar, echar paciencia en las brasas. Hecho todo lo cual, hasta puedes reírte de ti mismo y de la triste figura que se hace cuando se dejan de tener facultades para enfrentarse con las pequeñas aventuras de la calle. Por la calle, pasa la vida como un alegre tropel con charangas y todo. Van, cantando juntos, la vida y la muerte, los condenados y los suertudos. La mayoría sin saberlo y empecinados en seguir yendo cada cual a lo suyo. Al fin y al cabo ese perruco con cara de infame Gurriato al acecho, lo único que hace es tratar de cumplir con el mandato de su instinto, que evita que se acaben los perros. Y la perrita, que ya es perra, se ve que entiende el mensaje.
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