Los cochecitos. No; no me refiero a los de niños, sino a esos de quiero y no puedo, que inundan, domingueros, los rincones todos, incluso los prohibidos de mi degradado pueblecito.
Hombre, está claro, un núcleo urbano se degrada a medida que deja de serlo y se convierte en lugar de tránsito, residencia provisional de funcionarios, turistas y agonizantes –un viejo cualquiera, es en realidad un agonizante a que el resuello le va a durar más o menos, pero nunca demasiado.
Estábamos en lo de los cochecitos. Esa plaga.
Hombres, mujeres y casi niños y niñas, pululan con sus cochecitos por el degradado pueblecito, tan incapaz de defenderse como la provecta mayoría de sus habitantes.
En verano, no. En verano, la turistada se enfrenta con ellos y se han dado ocasiones de vergonzante derrota del auriga, y uno de estos chicos de Madrid o de Valladolid, Sevilla o Marmolejo, se ufana: ¿habíais visto al jodido cabrón ese del coche de los cojones …?
El léxico del peatón guiri, no siempre es morigerado, cortés ni siquiera comedido.
Durante su ausencia, a los agonizantes ni se nos ocurre enfrentarnos con ellos, y así se van creciendo, se suben a las aceras, se meten por los jardines, paran sobre los pasos de cebra, se instalan en los badenes. Algún pintoresco dueño de badén insistía en cierta ocasión en que si él pagaba por ese biselado de la acera, lógico que, además de tener un coche en el garaje a que daba salida, era que pudiese él, además, ocupar el susodicho badén con otro coche.
Compensa verlos habitualmente asidos a los volantes, con los dientes apretados, visiblemente tensos, dando vueltas y más vueltas en busca de aparcamiento, y, si no lo hubiera, de ese discreto rincón donde ¡no joda, hombre! ¡si no es más que un momentín!
Un momentín para hacer la compra en el super, un momentín para recoger el apartado de correos, un momentín para asistir a misa, un momentín para comprar pan, tabaco, un sello o sacar dinero del cajero.
El cajero, muy atento, te informa de que esta operación te costará dos euros ¿continuar? Otro día hablaremos de las “comisiones”, pero hoy estamos en esto de los coches y sus momentinos.
Al lado del conductor solía ir ella, con aquel aire de “haber llegado” y ahora poder ir repantigada en su asiento de copiloto, dando consejos al atribulado marido, hermano, padre, yerno que está hasta los cojones de que me indique lo que tengo que hacer, justo cuando la circulación es más atosigante. Ahora se ha reproducido, en esto del sobreuso del cochecito, el fenómeno invasivo de la mujer desatada –“estuvimos, dice una buena amiga mía, verdaderamente atadas …"-, ávida de demostrar que son iguales que nosotros, solo que un poco mejores. Ahora ya son tantas o más las mujeres al volante, y se han apresurado a informarse de, y mejorar, las mañas, los vicios y los excesos de los machos.
Tengo un vecino expeditivo, que cuando un cochecito se le atraviesa en la acera de su portal, baja y de un martillazo le escoña un retrovisor. Doscientos cincuenta euros, más o menos, dice uno de mis hijos, victima de esta curiosa práctica defensiva del territorio. Cosa, se me ocurre, de sugerir a un taller, que me han dicho que andan flojos de trabajo, ir a la parte. Tal y como está el panorama, para cuando lleguemos, alguien se nos habrá adelantado.
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