Aquí estamos, en la playa recién hollada del año dos mil doce. Corre un viento movido por la capa del invierno y los bordes de las nubes del primer atardecer del año se tiñen o de sangre o de zumo de naranja. Habría que subir, lamer la espuma de una de las nubes altas y probar el sabor del reflejo, que a lo peor no sabe a nada y todo es fantasía, recuerdo de algo no ocurrido nuca. En eso consiste la fantasía: en recordar algo que jamás tuvo existencia, ni siquiera esencia ni siquiera en la paradoja del tiempo.
Hay quien dice que se retuerce, como la huella del vuelo de un ave caprichosa y es por eso por lo que decimos mentiras. Nos roza una parcela de lo no ocurrido todavía y lo recordamos, lo decimos, lo mentimos sin querer.
Un año bisiesto. Ignoro si os habíais dado cuenta de que se trata de uno de esos años prodigiosamente más largos, con veinticuatro horas de reajuste y propina. Nada menos que veinticuatro horas. Inventamos el tiempo y está desajustado consigo mismo y cada cuatro años tenemos que corregir y poner al día unos mecanismos que a lo largo de cada año también anduvimos reajustando, hora adelante y atrás, como si no estuviésemos seguros de que los días y las noches son o no mensurables y cómo debe hacerse la medida.
Y un año pletórico de malas previsiones y sombríos presagios, todo va a ir mal, nos dicen, pero nadie concreta cómo y hasta qué punto. Hoy, por ejemplo, cuentan los noticiarios virtuales que mucha gente se ha sumado en algunos países a esos que llaman “sin techo”, vagabundos que duermen al raso y comen lo que les dan o hurgan y rebuscan en la basura de ricachos o de supermercados. Y de que proliferan comedores económicos o comedores gratuitos con que la sociedad prepara coartadas para traspasar su delito, o su pecado, de crueldad.
La sociedad, dije. Como si la sociedad pudiera ser considerada así, despersonalizadamente, a título supuestamente impersonal de un colectivo de que cupiera separarse. Yo, intentamos decir, no estaba aquel día, en aquella situación, ante aquella necesidad. Yo estaba atrincherado en mi soledad, rodeado de íntimos, arropado de ignorancias, aliviado de necesidades, sazonado de caprichos.
Me siento mal conmigo mismo, y al mismo tiempo incapaz de aliviar a nadie porque las noticias están llenas de mentirosos que fingen necesidad para robarte, de sinvergüenzas que te rebanarían el cuello sin el menor miramiento, a la menor oportunidad, para quitarte cualquier cantidad de dinero o de quisicosas que lo valiesen y llevaras encima.
La sociedad –vuelta al efugio-, en realidad tú mismo, te pone entre dos filos. Pasas cada día entre Scila y Caribdis.
Me consuela hasta cierto punto pensar que nunca he sido lo que se dice rico de verdad, pero me preocupa haber disfrutado de lo necesario. E incluso de ese “poco más” que te permite irte sensibilizando, aprendiendo de aquí y de allá retazos de aproximaciones a la sabiduría. Tener el privilegio de, además de haber vivido, haber sentido la vida.
Sentir la vida llamo a la dubitativa interpretación caprichosa de lo que se experimenta cuando una melodía te envuelve, disfrutas de un paisaje, entiendes, por lo menos en parte, y así puedes sufrir, o gozar, con el trabajo que haces en cada momento, descubres la hondura del amor verdadero, comprendes que los sentidos están engañando a las neuronas.
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