miércoles, 25 de enero de 2012

La ciudad, que como todas está viva y tiene cuerpo y alma, puede, como cualquier criatura, sufrir.

El alma de la ciudad es, a veces o para algunos más que para otros, nadie sabe por qué, más difícil de intuir. El alma de las personas y de las ciudades, se intuye o se deduce. Ver, no se ve. Se adivina, cuando se es incapaz de intuirla o deducirla de ese peculiar hálito de la ciudad que es diferente en cada una y reside nadie sabe dónde pero se presiente y hasta se llega a sentir en sus rincones más íntimos, esenciales de la ciudad. Hay momentos y lugares, sobre todo a horas determinadas, con una luz especial en que el alma de la ciudad es casi evidente, y la película de separación entre este mundo y el de las almas es tan delgada que casi es posible sentir el alma de la ciudad, verla, tocarla, olerla. Se me ocurre, sin embargo, que hace falta una especial sensibilidad o por lo menos prestar una singular atención. No puedo asegurarlo

El cuerpo de la ciudad, que muda cada generación, como si la ciudad mudase de piel, son sus habitantes. Los habitantes hablan y no acaban, unos con admiración, otros con profundo desprecio, con inquina desmesurada de “su” ciudad. La ciudad, sin embargo, no es suya. Son ellos los que le pertenecen a la ciudad, como ha venido ocurriendo a lo largo de tiempos y tiempos, ya que la ciudad, a quien pertenece en comunidad germánica, es al conjunto de sus habitantes, desde el primer balbuceo de la ciudad hasta que caiga y se haga polvo en el olvido la última piedra del último vestigio de trabajo humano realizado en la ciudad. Una curiosa simbiosis: la ciudad pertenece a sus habitantes, pero los habitantes pertenecen a la ciudad.

A veces, también, hay habitantes en la ciudad que están, tal vez incluso nacidos en ella, quizá llegados por casualidad, es posible que hasta enamorados de la ciudad o que creyeron estarlo, que nada tienen que ver con la ciudad.

Esta gente puede, incluso si no es el primero, si son criollos de segunda o de tercera o cuarta generación de algún apátrida, caído en la ciudad por eso de que a las leyes del caos les gusta jugarse a los dados ciudades, personas, vidas y haciendas, son incapacidades de encajarse en los alvéolos de la ciudad. Están en ella como caramelos demasiado grandes en la boca de un niño. Ni comprende a la ciudad ni la ciudad es capaz de asimilarlos, incluir su laboriosa insolidaridad en ella. Pueden hacerle mucho daños a la ciudad, pero nadie debe preocuparse porque a la larga desparecen, tragados por el remolino de su incapacidad de convivir, su afán de diferenciarse, trepar, excluir, quedarse solos, que los convierte en agujeros negros, que acaban por engullirse a sí mismos. A la larga, la ciudad está acostumbrada, preparada, es capaz, cuerpo y alma trascendentes, de cicatrizar las heridas que le producen. La ciudad, como los árboles y las montañas, tiene una vida mucho más larga que cualquiera de nosotros, estos humanos que tanto empaque nos damos cuanto menos humanos somos capaces de hacernos por medio del camino de la vida, “arduo y difícil como el filo de una navaja”, que yo creo que ha de hacerse siempre en compañía.

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