Vamos siempre hacia delante. No se vuelve nunca. Ni siquiera es cierto que el emigrante, el exiliado o el desterrado vuelvan. Cuando llegan, su lugar de origen ya no lo es, ha mutado y se convirtió en etapa del destino de su humana peregrinación. Por eso, cuando te parece que regresas, el lugar te parece siempre otro, y sus calles más pequeñas o mayores, sus casas distintas, el paisaje otro.
Por eso, el arrepentimiento es proyección hacia el futuro. Sería vano, sin propósito de enmienda. No reincidir, es lo esencial. Quien aunque quisiera ya no tendrá tiempo u ocasión de reincidir, es inútil que se arrepienta. La herida de lo mal hecho o del fracaso sufrido están ahí, que siempre recuerdo aquello de Priestley, cuando decía que hay un hilo sutil que enhebra las cuentas de nuestra conducta. Podemos ser perdonados, necesitamos que se nos perdone; hemos de ser consolados, necesitamos del consuelo. Cada maldad o cada fracaso lo necesitan, pero la herida, como una dolorosa advertencia, que, como los huesos viejos, duelen por donde se torcieron o rompieron a lo largo de los años, cada vez que cambia el tiempo, también ella duele, intranquiliza, y no hay analgésicos contra ese especial dolor.
La vejez, umbral de la muerte, como una antojana cubierta por una vieja parra de que cuelgan racimos de uvas casi siempre amargas. Te tientan esas uvas, de por sí pequeñajas y verderonas, muerdes una y se te seca en la boca un sinsabor ácido.
Los viejos, sin embargo, como los armarios de roble que fueron de la abuela, hondos, altos, laberínticos, guardan hermosos rincones, jardines semiolvidados, escenas inolvidables, instantes mágicos.
Compensa, ir recorriendo hacia atrás, ese equilibrio en que al fin y al cabo consistimos, y luego volver al pan nuestro de cada día, a las páginas heterogéneas del día. De pronto, la imaginación te sugiere lo que podrían estar haciendo algunas o muchas de las personas que conoces. Nuevo diablo cojuelo, vas levantando tejados, hendiendo fachadas, mirando, curioso, el quehacer de cada cual. Te consuela que sean como tú y estén todos enfrascados en parecidas miserias y grandezas. El hormiguero, la colmena, el villorrio, el pueblecito, están vivos, tenemos el considerable privilegio de poder convivir, que con tanta frecuencia desperdiciamos en mirarnos con esa habitual desconfianza.
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