martes, 24 de enero de 2012

Lejanos protagonistas de dramas ajenos, comedias, juguetes cómicos.

Desde la solana, hoy atalaya que mira de lado la lluvia vertical, airada, de invierno atrasado, se les ve pasar, arriba o abajo de la calle, enfrascados, ora silenciosos, ora vociferantes entre sí. Casi todos llevan el paraguas, como un gallardete, enarbolado.

¿Y tú, es decir, yo?

Los veo pasar, casi los podría escuchar, si entreabriese la ventana. Aunque lo parezca, no me son ajenos, sino la múltiple realidad del prójimo a que debo amar como a mí mismo, sin distinción de raza, religión, casta, categoría, origen ni ninguna otra.

Cuesta entender que una laberíntica condición como la humana, deba enderezar sus vericuetos y querer al prójimo que pasa tratando de evitar que la lluvia lo empape y a la vez discutiendo, hablando del vecino o refiriendo su ira al poderoso preboste más o menos lejano que le hace la vida un pelín o un montón imposible, o a él se lo parece.

Deja de llover y ese sol de invierno reticente, oblicuo, deslumbrante, malintencionado, parece que los empuja de vuelta a casa, cargados con las bolsas de los hipermercados, resoplando.

Tú, es decir, yo, en la solana, en tu sillón de mimbre, parecido al que la abuela tenía en la rebotica. Sólo, ya, como solía estar la abuela, salvo a las horas de visita, que incluso en la rebotica las había. Ya eres más viejo, pienso, que tu abuela. ¡Dios mío! ¡Pero si la abuela parecía una columnilla de humacho blanco, apenas erguida, temblorosa!

Como tú ahora, imbécil, dice mi otro yo, el caballero, mirando con evidente desprecio cómo se me acoquina Sancho en el ombligo. ¡Y sin ínsula!, apenas musita el escudero.

Escucho una vez más la alegre algarabía de la música de Nueva Orleans, que parece que no es música, parece un enredo de luz y color, pero te dejas ir el pensamiento antes errático con ella y te conduce, marcando cada paso y vaivén, hacia una calle donde te explicas por qué los ratones y los niños siguieron hechizados al flautista de Hammelin.

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