lunes, 2 de julio de 2012


Tocando la pandereta, el bombo y tirando voladores, se apagó ayer la tarde/noche y los esforzados futbolistas españoles colocaron cuatro goles a los esforzados futbolistas italianos.

Había, a mi juicio, tocado el peor enemigo posible, pero, visto lo ocurrido, me parece que renunció a sus mejores armas, trató de usar otras semejantes a las de sus enemigos y estaban, los nuestros, mejor entrenados en esto del encaje de bolillos y los pases al hueco donde todavía no hay nadie, pero en su momento llegan y coinciden, simultáneos, el balón y el futbolista y zas, puede ser y ayer fueron goles, que son la salsa y la pimienta y al aderezo, el abalorio y la sal del fútbol, sobre todo cuando los mete el equipo de uno en la portería del equipo de los otros, que gimen y sufren y los hay que hasta lloran, mientras nosotros desahogamos nuestro júbilo en un grito inarticulado, primario, selvático.

Verano de sol y luna, frescacho y calores rehumedecidos, que parece que salen de dentro y los sudas, con el alivio del abanico.

Abanico y botijos, siglo de antes y de preantes del cambio climático. Ahora te enfrían el coche, cuando viajas, o te enfrían el hotel o la fonda del sopapo o la casa de nuestra tía, que das diente con diente y al salir a la calle es como si te echasen un balde de agua caliente, un chorretón.

El abanico, por añadidura, está asimismo en la prehistoria de los teléfonos portátiles, ya que sirvió a las tías abuelas, las bisabuelas, las muchachas en flor de don Marcel para decirles a sus amados tormentos si eran o no correspondidos y si estaban ellas o no dispuestas a unir a los suyos de ellos sus destinos de ellas, cayese quien cayera y contigo pan y cebolla. Me acuerdo de aquel pariente amigo que se casó y le preguntábamos si había logrado amueblar el pisito de alquiler, que sí, hombre, nos dijo, menos una habitación, que le llamamos la del orinal, porque es lo que hay en ella hasta que ahorremos para cuarto de invitados.

Es tan verano que florecieron los lirios amarillos y empezó el tour de France. Uno se acuerda, viéndolos pasar con esos trajes de neopreno y cascos astronáuticos de cuando se corría de boina, en mangas de camisa y a todo más un calzón ajustado para sujetar las pudendas. Míralos ahora. Bicicletas de cartón piedra, para que las lleve, sin llevarlas, el viento, docenas de piñones de cambio para los asejunes del terreno, ruedas de lenteja, cascos y culeras aerodinámicos, para que no sólo el viento les resbale, sino que encima rebufe y los impulse. Manillares de formas alternativas para correr, agarrarse o izar bandera.

Viene Laila, me mira, se sienta, tuerce cabeza y mirar: ¿qué? ¿salimos o qué pasa? Salimos, ribera del río abajo. En la plaza del Ayuntamiento están regando y Laila me invita a que provoquemos al funcionario que tira de la manguera. No sé qué hacer. Divertido sería, pero quién puede calcular, así, sin más, las consecuencias de que un vejete salga corriendo y cantando lo de que la manga riega, que aquí no llega … Igual hasta lo consideran mal visto, o, como se dice ahora, políticamente incorrecto.  

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