lunes, 23 de julio de 2012


Muere Esther Tusquets, cuyos libros de memorias tienen un espacio preferente en mi modesta biblioteca y en la lista de mis preferencias. No la conocí personalmente, me habría gustado. Por lo menos una charla amigable. Su modo de recordar y contar debieron hacerla una excelente compañera de sobremesa apacible.

Muere un día de turbulencia de fuego en el Ampurdá, excitada por la tramontana. Caos en las carreteras, las masías y los pueblos del entorno. Muertos, heridos, gente que vaga con el hogar perdido o en peligro. Toda la sociedad sufre cuando esto ocurre, cada vez con mayor y más feroz frecuencia.

Y al mismo tiempo, la economía se nos desmorona, carcomida por la sobrecarga de aquellos gastos imposibles, de muchos de los cuales no nos decidimos a prescindir. Cuando la economía se tambalea, no hay más una de dos, o encogerse o tratar de crecer. Imitar a los nómadas, que, agotadas las posibilidades de un asentamiento, la necesidad los empujaba cada vez más lejos, hacia paisajes más anchos y tierras más feraces,

En definitiva, ahora que el viento del nordeste nos ha desvelado el sol y está aterrizando el verano, se nos encoge el ánimo y para colmo, nos aprieta, a algunos, la vejez, con achaques nuevos, de consecuencias imprevisibles.

Insisto en la esperanza de que todo tenga su razón y su cauce y el buen padre Dios se exceda, como siempre, en la infinita misericordia con que nos proporcionó el privilegio de vivir, estar aquí, contemplar cuanto ocurre y maravillarnos de que la vida sea tan compleja e inexplicable como la muerte.

Es lunes. Hay que levantar la cabeza y enfrentarse con este luminoso día, principio de semana, milagro de luz, sonido, color.

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