Muere Esther Tusquets, cuyos libros de memorias tienen un
espacio preferente en mi modesta biblioteca y en la lista de mis preferencias.
No la conocí personalmente, me habría gustado. Por lo menos una charla
amigable. Su modo de recordar y contar debieron hacerla una excelente compañera
de sobremesa apacible.
Muere un día de turbulencia de fuego en el Ampurdá, excitada
por la tramontana. Caos en las carreteras, las masías y los pueblos del
entorno. Muertos, heridos, gente que vaga con el hogar perdido o en peligro.
Toda la sociedad sufre cuando esto ocurre, cada vez con mayor y más feroz
frecuencia.
Y al mismo tiempo, la economía se nos desmorona, carcomida
por la sobrecarga de aquellos gastos imposibles, de muchos de los cuales no nos
decidimos a prescindir. Cuando la economía se tambalea, no hay más una de dos,
o encogerse o tratar de crecer. Imitar a los nómadas, que, agotadas las
posibilidades de un asentamiento, la necesidad los empujaba cada vez más lejos,
hacia paisajes más anchos y tierras más feraces,
En definitiva, ahora que el viento del nordeste nos ha
desvelado el sol y está aterrizando el verano, se nos encoge el ánimo y para
colmo, nos aprieta, a algunos, la vejez, con achaques nuevos, de consecuencias
imprevisibles.
Insisto en la esperanza de que todo tenga su razón y su
cauce y el buen padre Dios se exceda, como siempre, en la infinita misericordia
con que nos proporcionó el privilegio de vivir, estar aquí, contemplar cuanto
ocurre y maravillarnos de que la vida sea tan compleja e inexplicable como la
muerte.
Es lunes. Hay que levantar la cabeza y enfrentarse con este
luminoso día, principio de semana, milagro de luz, sonido, color.
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