sábado, 14 de julio de 2012


Cada poco, un cogollín del rey, que se posa en la mano aterida de este veranillo de neblinas, ni siquiera nieblas del color del seno de la perla, y musitamos, aterrados por cada impuesto que sube, cada amigo que te cuenta lo ocurrido en su empresa, otrora tan boyante, la pregunta, apócrifa para el cogollín, de que cuántos años falten …, en vez de “para la mi boda”, para la salida en masa de este lodazal de las deudas vencidas, los impagos ruinosos, los excesos de cuenta, el tsunami que en el fondo todos pensábamos que nos iba a pasar a cierta distancia y acaba por derribarnos las puertas de casa, con estrépito de miedos.

Mi contertulio jubilado, puro temblor, pregunta si las cosas están tan mal como parece. Y tengo que contestarle que no están peor, pero están como estaban, con la circunstancia agravante de que le han puesto galga al consumo interno y eso hace que primero escueza y luego duela en carne propia lo que antes parecía cosa de otros, otro país, otra época.

Nos  cuenta la ventana al mundo de casa tantos horrores que ocurren lejos, que cuando pasa algo afuera en la calle o hasta dentro de las paredes de casa, nos cuesta entender que estamos vivos, y por ese privilegio, en cualquier momento nos puede ocurrir cualquiera de las cosas que afligen al prójimo.

Pasar de la curiosidad más o menos solidaria, del cada vez por desgracia más simbólico, virtual, amor al prójimo, a la participación directa en lo que ocurre, nos deja temblando la capacidad de entender que estamos incluidos en un sistema, formamos parte de un elenco interdependiente de personas y cosas vivas, y por ello, a la vez, privilegiadas y dolientes.

Lo importante, a mi modesto juicio, ahora mismo, desde el estado de necesidad, es empezar a discurrir modos y maneras de ponerle remedio a un estado de cosas cuya organización, al parecer, no habíamos puesto en las mejores manos. Porque hemos de ser austeros, si, pero está siempre capacitado el humano, individualmente considerado y en su conjunto de grupo social, para inventar los modos y maneras de mitigar esa austeridad, encauzarla y convertir cada desierto en un posible vergel.

A fuerza de trabajo y suerte, dice mi contertulio jubilado. Y yo le añado que no habría que olvidarse de la ayuda del buen padre Dios, que ya sabes que aprieta, pero no ahoga nunca a la gente de buena voluntad. 

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