Cada poco, un cogollín del rey, que se posa en la mano
aterida de este veranillo de neblinas, ni siquiera nieblas del color del seno
de la perla, y musitamos, aterrados por cada impuesto que sube, cada amigo que
te cuenta lo ocurrido en su empresa, otrora tan boyante, la pregunta, apócrifa
para el cogollín, de que cuántos años falten …, en vez de “para la mi boda”,
para la salida en masa de este lodazal de las deudas vencidas, los impagos
ruinosos, los excesos de cuenta, el tsunami que en el fondo todos pensábamos
que nos iba a pasar a cierta distancia y acaba por derribarnos las puertas de
casa, con estrépito de miedos.
Mi contertulio jubilado, puro temblor, pregunta si las cosas
están tan mal como parece. Y tengo que contestarle que no están peor, pero están
como estaban, con la circunstancia agravante de que le han puesto galga al
consumo interno y eso hace que primero escueza y luego duela en carne propia lo
que antes parecía cosa de otros, otro país, otra época.
Nos cuenta la ventana
al mundo de casa tantos horrores que ocurren lejos, que cuando pasa algo afuera
en la calle o hasta dentro de las paredes de casa, nos cuesta entender que
estamos vivos, y por ese privilegio, en cualquier momento nos puede ocurrir
cualquiera de las cosas que afligen al prójimo.
Pasar de la curiosidad más o menos solidaria, del cada vez
por desgracia más simbólico, virtual, amor al prójimo, a la participación
directa en lo que ocurre, nos deja temblando la capacidad de entender que
estamos incluidos en un sistema, formamos parte de un elenco interdependiente
de personas y cosas vivas, y por ello, a la vez, privilegiadas y dolientes.
Lo importante, a mi modesto juicio, ahora mismo, desde el
estado de necesidad, es empezar a discurrir modos y maneras de ponerle remedio
a un estado de cosas cuya organización, al parecer, no habíamos puesto en las
mejores manos. Porque hemos de ser austeros, si, pero está siempre capacitado el
humano, individualmente considerado y en su conjunto de grupo social, para
inventar los modos y maneras de mitigar esa austeridad, encauzarla y convertir
cada desierto en un posible vergel.
A fuerza de trabajo y suerte, dice mi contertulio jubilado.
Y yo le añado que no habría que olvidarse de la ayuda del buen padre Dios, que
ya sabes que aprieta, pero no ahoga nunca a la gente de buena voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario