lunes, 9 de julio de 2012


Palomas, gaviotas, ateridos turistas, más turistas. Los turistas ya no lo son. No son más que viajeros de lo más variopinto. Van en hilera, se apoyan, recíprocos, solidarios, puesto que parecen demasiado viejos, demasiado niños, demasiado despistados, demasiado entusiastas o demasiado inválidos. ¿Por qué este afán de mover a la gente?

-Salen en busca de sí mismos –dice mi contertulio el filósofo-
-Vienen a conocernos –dice mi contertulio el sociólogo-
-Traen dinero para nuestra supervivencia –dice mi contertulio el utilitarista-
-Pues yo digo que vienen porque les sale de las narices –acaba mi contertulio el despectivo-

Ponen a los viajeros en grupo, los juntan, hasta lo aprietan para que llegue la voz, y alguien les cuenta, simplificadas, viejas leyendas o consejas nuevas. Los viajeros se ríen –algunos, que yo lo vi- porque, con singular tino, a otro le ha acertado en la mismísima cabeza una taimada gaviota.

Nadie explica a los viajeros que las gaviotas apuntan, estoy convencido, desde allá arriba, y por eso emiten ese ruido como de carcajada de gaviota reidora, cuando te aciertan con una buena cagada por lo menos en la hombrera de tu chaqueta recién estrenada y mejor si de ese azul marino que, una vez quemado por una bomba de gaviota, jamás volverá a parecerse a lo que fue su color original.

Renqueamos, mi mujer y yo, sumando, más de siglo y medio, en busca de provisiones para nuestras carencias habituales. Llegamos, tarde, mal y nunca, cuando ya la tienda se cerraba, Miran, Bueno, Unos viejecitos sudorosos. Tampoco será para tanto. Y, como pueden, arbitran una sonrisa. En un rincón de cafetería, se refugia lo que queda de mi generación, con lo que queda de la anterior y la siguiente, y estoy seguro de que arreglarían, si les dejasen, este azacaneado mundo. No me paro. Está el cansancio, este dolor habitual, otro nuevo, el recuerdo de aquél de hace días. Si inventáis algo, ya me diréis -les suplico-

En el supermercado, por una inexplicable sinrazón, cada vez que salgo de comprar cualquier minucia, hay alguien que se lleva media tienda desbordando en el carro y atasca la caja, aduana de salida. Ahora, en verano, y más cuando sales con una chaqueta de punto para la brisa que se lo lleva este año, me resbala una gota de sudor por la nariz y logro sin embargo consolarme pensando que peor lo habrá pasado el viajero de la gaviota.

Me vuelvo al ordenador y me encuentro, gratamente sorprendido, con la hija menor del segundo de mis hermanos, que hace medio siglo largo que no sabía de ella. Me cuanta un resumen de vida en cuatro trazos, yo le ofrezco otro. Me imagino estarle acariciando los rizos de niña con que vivía en una dependencia de mi recuerdo. Ahora está jubilada, tiene nietos. El mapa del mundo y de la vida se hace pequeño. Las trayectorias de vida se entrecruzan y nos entrecruzan, como se enreda el ovillo de la bandada de mosquitos que sobrevuela el río al atardecer, para inesperado júbilo de las golondrinas, que ensayan con entusiasmo su vuelo rasante. Crepita la máquina del tiempo, allá en lo más profundo de la cabeza, donde todos estamos aún vivos, hace sesenta años, cuando la vejez parecía un lejano país de fábula.


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