Palomas, gaviotas, ateridos turistas, más turistas. Los
turistas ya no lo son. No son más que viajeros de lo más variopinto. Van en
hilera, se apoyan, recíprocos, solidarios, puesto que parecen demasiado viejos,
demasiado niños, demasiado despistados, demasiado entusiastas o demasiado
inválidos. ¿Por qué este afán de mover a la gente?
-Salen en busca de sí mismos –dice mi contertulio el
filósofo-
-Vienen a conocernos –dice mi contertulio el sociólogo-
-Traen dinero para nuestra supervivencia –dice mi contertulio
el utilitarista-
-Pues yo digo que vienen porque les sale de las narices –acaba
mi contertulio el despectivo-
Ponen a los viajeros en grupo, los juntan, hasta lo aprietan
para que llegue la voz, y alguien les cuenta, simplificadas, viejas leyendas o
consejas nuevas. Los viajeros se ríen –algunos, que yo lo vi- porque, con
singular tino, a otro le ha acertado en la mismísima cabeza una taimada
gaviota.
Nadie explica a los viajeros que las gaviotas apuntan, estoy
convencido, desde allá arriba, y por eso emiten ese ruido como de carcajada de
gaviota reidora, cuando te aciertan con una buena cagada por lo menos en la
hombrera de tu chaqueta recién estrenada y mejor si de ese azul marino que, una
vez quemado por una bomba de gaviota, jamás volverá a parecerse a lo que fue su
color original.
Renqueamos, mi mujer y yo, sumando, más de siglo y medio, en
busca de provisiones para nuestras carencias habituales. Llegamos, tarde, mal y
nunca, cuando ya la tienda se cerraba, Miran, Bueno, Unos viejecitos sudorosos.
Tampoco será para tanto. Y, como pueden, arbitran una sonrisa. En un rincón de
cafetería, se refugia lo que queda de mi generación, con lo que queda de la
anterior y la siguiente, y estoy seguro de que arreglarían, si les dejasen,
este azacaneado mundo. No me paro. Está el cansancio, este dolor habitual, otro
nuevo, el recuerdo de aquél de hace días. Si inventáis algo, ya me diréis -les
suplico-
En el supermercado, por una inexplicable sinrazón, cada vez
que salgo de comprar cualquier minucia, hay alguien que se lleva media tienda
desbordando en el carro y atasca la caja, aduana de salida. Ahora, en verano, y
más cuando sales con una chaqueta de punto para la brisa que se lo lleva este
año, me resbala una gota de sudor por la nariz y logro sin embargo consolarme
pensando que peor lo habrá pasado el viajero de la gaviota.
Me vuelvo al ordenador y me encuentro, gratamente
sorprendido, con la hija menor del segundo de mis hermanos, que hace medio
siglo largo que no sabía de ella. Me cuanta un resumen de vida en cuatro
trazos, yo le ofrezco otro. Me imagino estarle acariciando los rizos de niña
con que vivía en una dependencia de mi recuerdo. Ahora está jubilada, tiene
nietos. El mapa del mundo y de la vida se hace pequeño. Las trayectorias de
vida se entrecruzan y nos entrecruzan, como se enreda el ovillo de la bandada
de mosquitos que sobrevuela el río al atardecer, para inesperado júbilo de las
golondrinas, que ensayan con entusiasmo su vuelo rasante. Crepita la máquina
del tiempo, allá en lo más profundo de la cabeza, donde todos estamos aún
vivos, hace sesenta años, cuando la vejez parecía un lejano país de fábula.
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