Hay una tristeza joven,
de que brota el icor, paradójicamente aromático
de la adolescencia
y otra,
vieja, amenazadora,
como un desdentado augur de crueldad sin límites,
de que va destilándose,
gota a gota,
la vejez.
Nada que ver, ninguna de ellas,
con las tristezas y nostalgias de la demás gente,
todas
superables,
remediables.
Ser joven o morir
son las dos únicas dolencias de los humanos que no tienen
más remedio
que la esperanza
de que tantas veces cuelga, como una hilacha,
jirón, que mueve el viento huracanado
de
la
desesperación.
Porque,
dime, tú que, según dicen, casi lo sabes todo,
¿quién, cómo, cuándo, dónde
ha existido alguien capaz
de conducir el carro de que tiran,
desbocadas,
imaginación y fantasía?
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