miércoles, 4 de julio de 2012


El mercadillo semanal de los miércoles huele a churros recién hechos. Se bajan los buseros de la excursión, variopintos del colorido de chaquetas y chubasqueros motivados por el inesperado orballo que ha decido maltratarlos sin demasiada saña de aguacero, se dispersan por los puestos de embutidos, saldos, fruta, hierbas medicinales y bolsas, relojes, gafas y zapatería. Hay un puesto de cuchillos y de sillones de mimbre como el que disfrutaba la abuela en su rincón de la tertulia de la rebotica. Cuando hay mercadillo de los miércoles, ocupa, tapa, deroga el paseo de la vera del río, desde el puente de Travesía hasta el Puente Nuevo y se extiende, calle de la Iglesia abajo, por las viejas plazas del mercado de los domingos, que por eso se llamaron en su día de los huevos, del maíz y de la fruta. En la de los huevos, mi madre, aterrorizada, dejaba caer los pollos cuando los sopesaba y se alzaban, airados, revoloteando e intentando picotearle la mano. Pollos de caleya, de los de antes, curtidos, prietos. Hoy que estamos hartos del pollo descafeinado, nos harían daño, amén de que nuestras prótesis ya tienen poco que ver con aquellas dentaduras desafiantes de nuestras mejores sonrisas y de cuando partíamos, desdichados, de un mordisco, las avellanas torradas de las romerías.

Verano grisucio, se anuncia, cielo bajo y color panza de burro blanco como Platero, sucia de ganas de llover.

Verano de calores húmedos y súbitas ráfagas de viento del norte, que rola frecuente al nordés y produce escalofríos. Puede, sin embargo, que cambie, con permiso de mi amigo Fernando, que allá desde el monte hace cuentas con esos días mágicos de las témporas, de que deduce, como un augur, los tiempos que vienen. Suele acertar o sabe deducir o de algún modo escruta parte del futuro inmediato resolviendo ecuaciones de nubes. Podría haber sido, si quisiera, druida, pero no le apetece. Prefiere la cada vez más melancólica aventura de una ganadería que poco a poco hace tránsito hacia una imprevisible mutación de zonas rurales progresivamente abandonadas. Cada vez hay más museos explicativos de cómo malvivieron nuestros bisabuelos, aprendiendo a ahorrar desde la escasez para que nosotros nos enredáramos y enfrascásemos entre probetas, cálculos y libros. Ahora, muchos, regresan y reinventan el arte de lacerar la tierra para descubrir cada año el tesoro de la cosecha. Se encuentran con la espesa telaraña de la burocracia, el tejemaneje de las más variadas y hasta a veces pintorescas disposiciones, limitaciones, falsillas y derrotas. Hay quien pretende una especie de imposible rompecabezas de rústico, urbano, turístico, cinegético y agropecuario donde todos acaban opinando que cada vecino es incompatible y se forma un guirigay de quejas, reclamaciones, expedientes y desencantos en que sólo los más pacientes sobreviven a duras penas.

Y sin embargo, es hermoso, a pesar de todo, este privilegio de vivir.

No hay comentarios: