El mercadillo semanal de los miércoles huele a churros
recién hechos. Se bajan los buseros de la excursión, variopintos del colorido
de chaquetas y chubasqueros motivados por el inesperado orballo que ha decido
maltratarlos sin demasiada saña de aguacero, se dispersan por los puestos de
embutidos, saldos, fruta, hierbas medicinales y bolsas, relojes, gafas y
zapatería. Hay un puesto de cuchillos y de sillones de mimbre como el que
disfrutaba la abuela en su rincón de la tertulia de la rebotica. Cuando hay mercadillo
de los miércoles, ocupa, tapa, deroga el paseo de la vera del río, desde el
puente de Travesía hasta el Puente Nuevo y se extiende, calle de la Iglesia
abajo, por las viejas plazas del mercado de los domingos, que por eso se
llamaron en su día de los huevos, del maíz y de la fruta. En la de los huevos,
mi madre, aterrorizada, dejaba caer los pollos cuando los sopesaba y se
alzaban, airados, revoloteando e intentando picotearle la mano. Pollos de
caleya, de los de antes, curtidos, prietos. Hoy que estamos hartos del pollo
descafeinado, nos harían daño, amén de que nuestras prótesis ya tienen poco que
ver con aquellas dentaduras desafiantes de nuestras mejores sonrisas y de
cuando partíamos, desdichados, de un mordisco, las avellanas torradas de las
romerías.
Verano grisucio, se anuncia, cielo bajo y color panza de
burro blanco como Platero, sucia de ganas de llover.
Verano de calores húmedos y súbitas ráfagas de viento del
norte, que rola frecuente al nordés y produce escalofríos. Puede, sin embargo,
que cambie, con permiso de mi amigo Fernando, que allá desde el monte hace
cuentas con esos días mágicos de las témporas, de que deduce, como un augur,
los tiempos que vienen. Suele acertar o sabe deducir o de algún modo escruta
parte del futuro inmediato resolviendo ecuaciones de nubes. Podría haber sido,
si quisiera, druida, pero no le apetece. Prefiere la cada vez más melancólica
aventura de una ganadería que poco a poco hace tránsito hacia una imprevisible
mutación de zonas rurales progresivamente abandonadas. Cada vez hay más museos
explicativos de cómo malvivieron nuestros bisabuelos, aprendiendo a ahorrar
desde la escasez para que nosotros nos enredáramos y enfrascásemos entre
probetas, cálculos y libros. Ahora, muchos, regresan y reinventan el arte de lacerar
la tierra para descubrir cada año el tesoro de la cosecha. Se encuentran con la
espesa telaraña de la burocracia, el tejemaneje de las más variadas y hasta a
veces pintorescas disposiciones, limitaciones, falsillas y derrotas. Hay quien
pretende una especie de imposible rompecabezas de rústico, urbano, turístico,
cinegético y agropecuario donde todos acaban opinando que cada vecino es
incompatible y se forma un guirigay de quejas, reclamaciones, expedientes y desencantos
en que sólo los más pacientes sobreviven a duras penas.
Y sin embargo, es hermoso, a pesar de todo, este privilegio
de vivir.
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