Despertar a cada nuevo día, aunque sea como éstos de nuestro
frágil verano de humedades, calor y nubes reticentes en su empeño de agarrarse
a la tierra y no arriesgar en un vuelo de imprevisibles destinos, ya es de por
sí un milagro, que, por lo frecuente, usual, cotidiano, pasa desapercibido
hasta que te haces, como yo, viejo, y cada día se convierte en una agradable
sorpresa.
Las redes avisan ahora de que tus amigos y conocidos cumplen
años y puntean así de luces, de luciérnagas, la penumbra de cuantas crisis se
van espesando en el entorno de este inexorable año docenal y bisiesto. Cuantos
más amigos y conocidos, más felicidades se pueden desear, y felicitar a los
demás es también un modo de darles algo tan valioso como unas palabras de
consideración, afecto y buenos deseos. Es lo menos que podemos regalar.
Por más que tenue y grisperla, el verano, a su vez, reparte
más luz durante más tiempo. De algún modo, disipa una parte de las hilachas de
miedos infantiles que permanecen por las esquinas de todo lo que sea oscuro,
desde la noche hasta los malos pensamientos.
El periódico, con ese olor a tinta de algún modo frutal, que
hace concebir la esperanza de que por un día venga plagado de buenas noticias,
cuenta y no acaba de apuñalamientos, palizas, accidentes, enfrentamientos,
acusaciones, en definitiva, de odios y rencores. Da la impresión de que se
buscan desahogos y venganzas, más que lo que se invoca como justificación de
parte de la violencia, que, paradójicamente, es la justicia. Incluso de llega a
escribir con jactanciosa mayúscula inicial: Justicia.
Como si hablar de justicia, delimitar su concepto, entender
sus dimensiones, fuera tan fácil y estuviese al alcance de cualquiera,
mientras, antes de acercarse a sus linderos, no purifiquemos nuestros corazones
como es indispensable.
Da la impresión a veces de que la caravana humana recorre el
día con aspecto de desfile paródico, que tal vez lo sean, de los cortejos lúdicos
del verano, sus ferias y sus fiestas, los cabezones que corren detrás de las
alborotadas mocitas y los niños amedrentados, los gigantones que bailan sin
concierto, las bandas, charangas y bandines que convierten la música en
algarabía cubista.
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