sábado, 7 de julio de 2012


El sábado se para todo, como cuando éramos niños y era domingo. Había un traje para los domingos. El último, el más nuevo, que durante algún tiempo fue de aquellos vergonzantes pantalones bombachos, que te impedían haberte convertido en un hombre, por más que fueses estudiante en el instituto. Los domingos, en casa, comíamos pollo asado con patatinas cuadradas impregnadas de grasa y mezcladas con cebolla. A veces, mi padre traía pasteles porque era domingo y mi madre y él, a la salida de misa de 12, habían estado en la pastelería tomando el vermú.

Ahora, todo se para desde el viernes por la noche hasta la infausta madrugada del lunes. Mi primo Alberto, que era un coñón, decía que en La Argentina, donde él era poeta y tenía su empresa, además del sábado inglés y el domingo español de cristiano viejo, estaban a punto de inventar el lunes criollo, para que personal pudiera descansar, durante la mañana del lunes, de los excesos del fin de semana.

Los primeros fines de semana, sobre todo cuando aquello de los seiscientos, populizadores de la burguesía de la trabajosa posguerra, fueron efectivamente agotadores. La geografía patria ha puesto siempre zonas agrestes o playas cerca de las urbes y los recientes poseedores de valerosos seiscientos, los viernes por la tarde, los más afortunados, o los sábados bien temprano, se echaban a las tortuosas, estrechas y desvencijadas carreteras, en busca del campo y la playa, el monte, el cigarral y el pinar.

No sabéis ahora mismo la cantidad de gente y cosas que se pueden estibar en un seiscientos, desde la suegra hasta muchos sudorosos niños y tu mujer, copiloto, dando inútiles instrucciones que crispaban los nervios del casi siempre inexperto cabeza de familia mutado en auriga, pasando por botellas, termos, mesas portátiles y manteles de cuadros.

Salían todos en oleada al vericueto, en caravana, sin refrigeración, incapaces de subir, humeantes, y mucho menos adelantar. El fin de semana se les iba en recuperarse en la cuneta, extender los manteles, engullir la comida taraceada de hormigas y emprender el regreso entre sudores nuevos, humos y resoplidos, motores agotados y crispación nerviosa.

Debió inventarse el lunes criollo. Fue el momento, habría sido junto al seiscientos, que hizo sentir a tantos, ricos y orgullosos, símbolo también del bienestar de su tiempo. Por cierto, nos sentíamos muy ricos con muchas menos cosas. Y el presupuesto anual de un ayuntamiento de una villa de alrededor de veinte mil habitantes estaba al filo de los cuarenta millones de pesetas. Algo así como doscientos cuarenta mil euros. Y sobrevivimos. Eche, eche todos los cálculos actualizadores que quiera.

  

No hay comentarios: