sábado, 28 de julio de 2012


Lo primero, primero, fueron, como tengo dicho, páginas en alguna de aquellas libretas rayadas, de tapas de hule negro, que en la época de mi adolescencia pienso debían ser una especie de lujo. Eras apaisadas y tamaño cuartilla.

Lo que ya tengo duda es, si la primera vez que escribí para que lo pudiera leer más gente fue en algún folleto local de festejos o el artículo, una columna, que me publicó “Voluntad”, el periódico de la calle del Marqués de San Esteban, de Gijón, donde estuvo muchos años mi hermano mayor como administrador. Me llevó a ver cómo se hacía entonces un periódico y me enamoré para siempre del olor de la sala de máquinas, tinta reciente y prisa cansada, urgencia implacable y grandes rollos de papel, que unas veces llegaba y otras no a tiempo, pero siempre salía el periódico a su hora, y un día allí iba mi artículo, y  como cada quisque que consigue el milagro de publicar uno por primera vez, pensé yo que podría hasta ser el inicio de una posible carrera como escribidor, que por cierto, pese a haber estado toda una vida escribiendo, no se  empezó nunca siquiera.

Un gran periodista, Joaquín Antonio Bonet, era entonces director de aquel periódico y como supongo que sigue ocurriendo, administrador y director, ambos grandes amigos, se pasaban la vida en la tensión de necesitar las escasas páginas publicables en el mínimo de papel disponible, uno para que escribieran los redactores cosas, noticias y comentarios sugestivos, el otro para publicar anuncios que fuesen alimentando la posibilidad de sobrevivir y ser mínimamente una publicación rentable.

Recuerdo aquellas penurias, en esta otra época en que cualquier día estaré escribiendo ese último escrito, artículo, columna, poema o ensayo, que no da tiempo a acabar. Días como hoy, en que se muere alguien amigo y por añadidura se conmemoran otras muertes ya lejanas, pero aún presentes, obligan a darse cuenta, y más ahora, cuando la vejez aprieta de síntomas indefinibles de que las cosas son como son, de que ya son muchas palabras, muchas frases, muchas páginas, mucha vida la que se arrastra y pesa, ayudan a comprender que otro próximo, la frase, el escrito, se quedará ahí, como un camino sin acabar de abrir.

Tal vez, sin solución de continuidad, siga del otro lado, pero no creo. Las cosas acaban donde acaban, aunque no hayan terminado, y lo que haya más allá será inimaginable, pero nuevo, diferente. ¿Para qué darle vueltas? Mejor dejarlo todo en manos del buen padre Dios, de cuya misericordia dependemos para que nuestro balance no se convierta en un desastre definitivo. 

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