martes, 24 de julio de 2012


Nos atraviesa, imperceptible, pero inexorable, la respiración del tiempo. El tiempo no siente. Pasa, sin ternura ni crueldad, cumpliendo su función de impulsar, tal vez ni siquiera medir, el ritmo de las cosas.

Cuanto ocurre, pasa en su burbuja, en que los hombres, para tratar de entender lo ininteligible, han puesto marcas y rayas que al tiempo le traen sin cuidado. Él no tiene ni contiene horas, años ni siglos. Es un todo, es la oportunidad de que cuanto existe esté ahí, a nuestro alrededor. Del lado de fuera de la tenue membrana quebradiza del tiempo, es la eternidad, tan cerca, y, sin embargo, tan lejos y en cualquier caso inminente.

-Venimos, dice mi otro yo, hoy sarcástico, pensadores de tres al cuarto; filósofos de calendario; lo que se dice, en plan babayo.

-Pues sí, es posible. Venimos entristecidos, como contraste del hermoso día de luminoso verano, que por añadidura suaviza hoy esta brisa, tan breve que parece lograda por el abaniqueo del rosal, en vez de moverlo ella.

La tertulia, desde que hay quien toma café descafeinado, te desteínado y coca cola ligth, no es ni con mucho lo que era. Me acuerdo ahora de aquella otra tertulia que tuvimos, una de verdad, en una cafetería de la calle de Fuencarral. Le llamábamos la Peña del Agua, porque a lo largo de la hora del café de sobremesa, éramos capaces, entre mayores, viejos y más jóvenes, de bebernos varias jarras de agua, que nos rellenaba con una sonrisa un viejo camarero amigo, de pelo blanco y empedernido lector. Nosotros tres o cuatro éramos estudiantes, pero allí hubo médicos, dentistas, abogados, rentistas y vinateros, todos permanentemente dispuestos a hablar en vacío de lo divino y lo humano. Costaba el café cortado dos pesetas y media, lo que serían hoy dos céntimos de euro.

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