Nos atraviesa, imperceptible, pero inexorable, la
respiración del tiempo. El tiempo no siente. Pasa, sin ternura ni crueldad,
cumpliendo su función de impulsar, tal vez ni siquiera medir, el ritmo de las
cosas.
Cuanto ocurre, pasa en su burbuja, en que los hombres, para
tratar de entender lo ininteligible, han puesto marcas y rayas que al tiempo le
traen sin cuidado. Él no tiene ni contiene horas, años ni siglos. Es un todo,
es la oportunidad de que cuanto existe esté ahí, a nuestro alrededor. Del lado
de fuera de la tenue membrana quebradiza del tiempo, es la eternidad, tan
cerca, y, sin embargo, tan lejos y en cualquier caso inminente.
-Venimos, dice mi otro yo, hoy sarcástico, pensadores de
tres al cuarto; filósofos de calendario; lo que se dice, en plan babayo.
-Pues sí, es posible. Venimos entristecidos, como contraste
del hermoso día de luminoso verano, que por añadidura suaviza hoy esta brisa,
tan breve que parece lograda por el abaniqueo del rosal, en vez de moverlo ella.
La tertulia, desde que hay quien toma café descafeinado, te
desteínado y coca cola ligth, no es ni con mucho lo que era. Me acuerdo ahora
de aquella otra tertulia que tuvimos, una de verdad, en una cafetería de la
calle de Fuencarral. Le llamábamos la Peña del Agua, porque a lo largo de la
hora del café de sobremesa, éramos capaces, entre mayores, viejos y más
jóvenes, de bebernos varias jarras de agua, que nos rellenaba con una sonrisa
un viejo camarero amigo, de pelo blanco y empedernido lector. Nosotros tres o
cuatro éramos estudiantes, pero allí hubo médicos, dentistas, abogados,
rentistas y vinateros, todos permanentemente dispuestos a hablar en vacío de lo
divino y lo humano. Costaba el café cortado dos pesetas y media, lo que serían
hoy dos céntimos de euro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario