viernes, 13 de julio de 2012


Casi nada que oponer. La pareja, o su familia, paga y es muy dueña de subvencionar cualquier extravagancia conmovedora por su antigüedad o modernidad, según preferencias, y muchos cobran y viven del capricho de cada prójimo que pueda y quiera pagárselo.

Mi cosa hace referencia a la publicidad de los hechos, justo en momento como éste en que tantos han de revisar sus mínimos excesos, la también conmovedora reunión de ese día de vacaciones, cuando es Navidad o es el Santo Patrón y toda la familia hace un exceso y todos sacamos a relucir nuestros mejores gestos y las galas conseguidas en la última rebaja, cuando las marcas saldan errores o sobrantes a mitad de precio.

Jode –como al parecer divierte a algunos-, que te recorten las rebabas de los ingresos, pero rejode, por decirlo de alguna manera, que te cuenten cómo y de qué manera hay quien precisamente ahora se gasta el oro y el moro en lo superfluo de extravagancias más o menos conmovedoras.

Será envidia, aseguro que por lo que me concierne, me trae sin cuidado que bauticen al niño en la luna, se casen en una hoya submarina o decidan agonizar en la ladera norte del Everest, pero opino que tiene que haber mucha gente seriamente cabreada. La envidia es fácil, incluso tendemos a ella y caemos en su telaraña con irritante frecuencia. No debería ponerse en letra gorda y profusión de imágenes cada exceso lúdico hecho en tiempo de vacas flacas para el pueblo soberano.

Ya está bien de edificios históricos, monumentales y desde luego salvados de la ruina y el abandono por fastuosas reparaciones que los han convertido en suntuosos palacios en que se sumergen extasiados nuestros gestores de la al parecer miseria colectiva.

¿Sabes lo que te digo? –me pregunta mi otroyó, subido en su tapia de mirar lejos-, pues te digo que eres un viejo cascarrabias. Cada día que pasa te me pareces más al viejo Mr. Scrooge de los Cuentos de Navidad de Dickens. Y ahora, además al personaje del Sastre de Panamá que se quejaba de que adonde quiera que iba, iba él consigo mismo y le amargaba la huida, la búsqueda, la exploración, el viaje.

Y hago examen de conciencia y creo que tiene razón mi otroyó el optimista, capaz, todavía en estos tiempos, de abrir cada periódico convencido de que contendrá por lo menos una buena noticia en cada página, con ese esperanzador olor a tinta reciente que aún tienen algunos periódicos que están sobreviviendo a las tabletas, que, en cambio, te ofrecen la posibilidad, arrastrando las yemas de los dedos, de hacer más gordas y evidentes las letras gordas y evidentes de los titulares más benévolos.

Hoy, uno, dice que dentro de dos años, España empezará a ser muy feliz y próspera.

Yo estoy convencido, pero … ¿quién estará ahí dentro de dos años?

Subido en su otero, mi otroyó se retuerce de risa

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