Casi nada que oponer. La pareja, o su familia, paga y es muy
dueña de subvencionar cualquier extravagancia conmovedora por su antigüedad o
modernidad, según preferencias, y muchos cobran y viven del capricho de cada
prójimo que pueda y quiera pagárselo.
Mi cosa hace referencia a la publicidad de los hechos, justo
en momento como éste en que tantos han de revisar sus mínimos excesos, la
también conmovedora reunión de ese día de vacaciones, cuando es Navidad o es el
Santo Patrón y toda la familia hace un exceso y todos sacamos a relucir
nuestros mejores gestos y las galas conseguidas en la última rebaja, cuando las
marcas saldan errores o sobrantes a mitad de precio.
Jode –como al parecer divierte a algunos-, que te recorten
las rebabas de los ingresos, pero rejode, por decirlo de alguna manera, que te
cuenten cómo y de qué manera hay quien precisamente ahora se gasta el oro y el
moro en lo superfluo de extravagancias más o menos conmovedoras.
Será envidia, aseguro que por lo que me concierne, me trae
sin cuidado que bauticen al niño en la luna, se casen en una hoya submarina o
decidan agonizar en la ladera norte del Everest, pero opino que tiene que haber
mucha gente seriamente cabreada. La envidia es fácil, incluso tendemos a ella y
caemos en su telaraña con irritante frecuencia. No debería ponerse en letra
gorda y profusión de imágenes cada exceso lúdico hecho en tiempo de vacas
flacas para el pueblo soberano.
Ya está bien de edificios históricos, monumentales y desde
luego salvados de la ruina y el abandono por fastuosas reparaciones que los han
convertido en suntuosos palacios en que se sumergen extasiados nuestros
gestores de la al parecer miseria colectiva.
¿Sabes lo que te digo? –me pregunta mi otroyó, subido en su
tapia de mirar lejos-, pues te digo que eres un viejo cascarrabias. Cada día
que pasa te me pareces más al viejo Mr. Scrooge de los Cuentos de Navidad de
Dickens. Y ahora, además al personaje del Sastre de Panamá que se quejaba de
que adonde quiera que iba, iba él consigo mismo y le amargaba la huida, la
búsqueda, la exploración, el viaje.
Y hago examen de conciencia y creo que tiene razón mi otroyó
el optimista, capaz, todavía en estos tiempos, de abrir cada periódico
convencido de que contendrá por lo menos una buena noticia en cada página, con
ese esperanzador olor a tinta reciente que aún tienen algunos periódicos que
están sobreviviendo a las tabletas, que, en cambio, te ofrecen la posibilidad,
arrastrando las yemas de los dedos, de hacer más gordas y evidentes las letras
gordas y evidentes de los titulares más benévolos.
Hoy, uno, dice que dentro de dos años, España empezará a ser
muy feliz y próspera.
Yo estoy convencido, pero … ¿quién estará ahí dentro de dos
años?
Subido en su otero, mi otroyó se retuerce de risa
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