A veces, además, el esfuerzo resulta ineficaz, cosa que bien
saben los estreñidos habituales, y no vale de nada insistir, porque de la
piedra, por mucha alquimia que hayas estudiado y muchos extravagantes esfuerzos
hayas realizado para tratar de entran en un bosque esotérico, aún te será
imposible obtener oro, y para mayor escarnio, en el hipotético e improbable
caso de lograrlo, se produciría el efecto rebote de que el oro se convertiría
en piedra.
Más o menos, lo ocurrido con el farol del negocio inmobiliario,
que mutó rastrojo y baldíos en oro y a la largo el oro se vino a rastrojos y
baldíos, salvo para los avispados ciudadanos de a pie y de a caballo, que, a su
tiempo y en su día, recogieron la espuma que sobreflotaba el turbión del
soporte virtual de unos pocos euros reales, que giraban, vertiginosos, para
generar la imprescindible ilusión.
No se puede sacar de donde no hay, salvo lo que ocurre con
las chisteras de magos malabaristas.
Se nos entremezclan, observo, las ideas, y confundimos,
ignoro si a propósito, la crisis de la economía doméstica con la de la social y
ambas con la económico política. La primera fue cosa de cada cual, embarcado en
gastar por adelantado, contra el tradicional consejo de que primero ahorrar y
sólo después gastar, de modo que indefectiblemente evitarás los intereses del
crédito. La segunda deriva de la inexistencia en nuestro grupo social de una
estructura económica susceptible de competir en los gigantescos mercados
globales. La tercera es cosa de haberse inventado una organización
administrativa que constituye una macroempresa en mi modesta opinión
disparatada, cuyos gastos generales y financieros superan el setenta por ciento
de los ingresos y que proporciona en bienes y servicios menos de la cuarta
parte de lo que recauda.
Hay soluciones, que cuanto más tarde se apliquen, costarán
más. Consisten en reestructurar la economía familiar a partir del principio de
que no se puede gastar habitualmente más de lo que habitualmente se gana.
Reestructurar la economía del grupo social. Reestructurar con la máxima
urgencia una estructura administrativa que pueda pagarse sin salir de las
previsiones presupuestarias de ingresos reales, a partir de unos impuestos
razonables para un país por ahora pobre.
En paralelo hay que presupuestar el pago de las deudas por
desgracia pendientes, adelgazando para ello principal y provisionalmente los
gastos de la administración.
Ignoro si esas deudas están o no exactamente cuantificadas.
Me temo que un porcentaje razonable del presupuesto de veinte o treinta años no
bastará para amortizarlas. ¿Qué hasta dónde cabe llegar? Diría que en principio
y según una muy poco fundada opinión subjetiva, no se debería pasar de un cinco
por ciento del presupuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario