sábado, 6 de noviembre de 2010

Cada libro marca una senda en lo desconocido. Cada autor me lleva, según su capricho, a través de aventuras sucedidas o que pudieran haber sucedido a otro. Cada autor sale de su mundo y del mío, y, amistosamente, ambos recorremos otro, ajeno a los dos, pero que él es el que va conociendo a medida que me lo describe y anima para que lo acompañe.

Cada vez escribe más gente, cada vez hay más gente que lo hace mejor y cada vez escriben más los que escriben. Como consecuencia, las librerías están llenas y también cada vez es más difícil seleccionar lo que podrá interesarnos, responder a alguna de nuestras preguntas, satisfacer alguna de nuestras curiosidades, o, simple y sencillamente, deleitarme con la maestría de algunos cuya capacidad como escritores es envidiable.

Una ambición legítima. Aprender a escribir y a hacerlo bien. Con dos finalidades posibles, satisfacer el orgullo personal o acertar con el modo de transmitir a otros lo que deseamos contarles.

Es frecuente oír decir a algunos que escriben para su satisfacción personal y por eso les importa un comino la opinión ajena y la crítica literaria. Otros se esfuerzan en corregirse con arreglo a las críticas que van recibiendo.

Leer es mucho menos complicado. Para empezar, se trata de una actividad privada, y eres muy libre de llevarte a casa, siempre que los hayas pagado, libros de la más variada clase, condición y contenido, y de empezar a leerlos o mantenerlos preparados para el momento oportuno, o, si los empezaste y no te gustan, dejarlos en un plúteo o echarlos a la basura.

A mí, como lector, una de las cosas que más me indigna es que existan tantos y tan buenos publicistas, que nos manipulan y engatusan con resúmenes atractivos de libros insoportables sin más destino posible que la basura de que hablábamos, con el consiguiente gasto de por medio, mucho más lamentable en épocas de crisis como las que estamos padeciendo.

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