Estoy en la acera, del lado de acá, pegado a la fachada de un edificio cualquiera. Delante, tengo el ancho de la acera, la calzada, con un paso de cebra a la vista, la otra acera y los edificios de la manzana de enfrente. Pasa por delante de mí toda una multitud de gente por ésta y otra por la acera del otro lado. Por la calzada, de este lado y del otro, se cruzan innumerables los automóviles.
Es la ciudad.
Casi ninguno habla ni con su o sus acompañantes, como mucho son grupos de tres, y muy pocos con los que se cruzan. Casi todos llevan gesto adusto, expresión de ir a hacer algo importante. Si alguno de los peatones hace además de bajarse de la acera e ir a cruzar la calle, suenan, airados, dos o tres bocinazos.
Ambas calzadas son de los coches. Y parte de las aceras. Y, dentro de poco, espacios en los portales. Y, casi en seguida, aparcamientos en el salón de arriba, de la casa donde vivimos y nos echan, como si fuera pienso, las inacabables aventuras de esa media docena de cuyo nombre no quisiera acordarme, pero ya es como una obsesión. Como aquellos viejos anuncios de los entreactos y los descansos del cine y del teatro, que acabábamos tarareando sin querer, silbando al respirar.
Aquí quietos, sin duda acabaremos por estorbar a alguien. Nos dará un empujón, sorry, un guiri. No se preocupe –contesto maquinal-, me aparto, entre la vendedora de caramelos y chucherías y el tullido que exhibe sus limitaciones y un letrero donde explica, sucintamente, que pide para comer él y que coma su familia. Así lo dice: “nop uedo trabajarpidoparaco meryqueco malafamiliamejorquerobar”. Así, todo junto o inesperadamente separado. La gente, sin mirar apenas, echa unas monedas en el burujo de papel que tiene delante. Me apoyo en la pared y sigo mirando o esperando, ya no recuerdo. Tal vez esperaba a alguien. ¿Desde cuando? Deba hacer ahora unos sesenta años que salí de mi último examen, del aula última de mi entonces recién estrenada licenciatura. Recuerdo que precisamente ese día compré un libro editado por Janés. Colección Manantial que no cesa. Autor: Charles Morgan. Título: Sparkembroke –no sé si se escribe exactamente así- y lo estuve hojeando y ojeando, antipé el disfrute inenarrable de irlo a leer inmediatamente después, sentado en la terraza del café donde solíamos ir a veces los del Colegio Mayor a jugar al dominó. Bolado, ¿se llamaba Eduardo? jugaba muy bien al dominó. Siempre me ha hechizado el juego del dominó y siempre he sido un jugador mediocre, distraído. El dominó, decía mi viejo amigo el procurador de los tribunales, se juega maquinal, instintivamente. Yo creo que el dominó es un juego de concentración, que se juega maquinalmente. Mientras hojeaba mi libro nuevo, enfrente, a la vez, hacía la instrucción una sección de cadetes de la Guardia civil y una nube de niños jugaba con media docena de cometas de colores. Y no sé si espero o si he vuelto, salido del hotel, llegado demasiado temprano a donde iba y estoy eso que dicen “haciendo tiempo”, ¿Se tricota el tiempo? ¿Se hace con bolillos? ¿Es una subespecie de mecano? De niño, los Reyes Magos, un año, me dejaron un mecano de piezas rojas y verdes, con esquineras plateadas. La paciencia no ha sido nunca lo mío. Entiendo demasiado aprisa, sintetizo en seguida y ya está mi insaciable curiosidad buscando otra cosa. Por eso prefiero la poesía o la música, que necesitan mucha menos atención y muchas menos palabras para decir muchísimas cosas.
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