Escribe a ratos con desgana, Mendoza, su Riña de Gatos, pero no puede evitar ser a otros él mismo, y es entonces cuando, de modo súbito, el premio Planeta de este año se hace interesante, para luego decaer de nuevo, como si el autor se aburriese y dejaran de interesarle sus personajes, que no se molesta más que en abocetar sin el menor entusiasmo.
He llegado a la página 184 y como son 427, me acerco a la mitad del libro sin que el caudal de acontecimientos de la trama y el peculiar misterio de la urdimbre me capturen del todo ni me suelten tampoco. Una de esas obras que leo de un tirón y después me pregunto por qué. Sospecho que ha querido, el autor, escribir como esos pintores que pintan el cuadro con una levísima capa de pinturas, de tal modo que hasta se advierte la textura del soporte. Un libro que te lleva de la mano, sin insistir, pero descubriendo tan paulatinamente la peripecia que al final estoy enfrascado en lo que pasa y atento.
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