La visita del Papa a España nos recuerda que tenemos pendiente otra definición de España. Se diría que España, tan definida y descrita por unos y otros, paradójicamente, es una colección de indefiniciones permanentes. Y así, no sabemos a ciencia cierta si somos una yuxtaposición de entidades o una sola, compuesta de varios pueblos o subdividida de modo tribal. Ignoramos si somos un país serio, industrializado o industrializable o esa tierra de guitarra y panderetas de que se ha llegado a hablar. ¿Somos un pueblo guerrero o un pueblo de gentes irritables y propicias a la amarradiella interna. ¿Hay una España o dos enfrentadas de cuyo choque se nutre la esencia del conjunto?
La visita del Papa nos recuerda la pregunta de si tienen razón los que dicen que España es la más católica o por lo menos más cristiana, entre las naciones cristianas o católicas, como dicen unos, o se ha convertido en un estado laico, como otros propugnan.
Y como una cuestión suele traer a la otra, se sigue la pregunta más trascendental de si es posible o no que exista una sociedad humana sin alguna religión.
Mi respuesta personal a la última de estas preguntas es que no puede existir sociedad humana sin religión. Me parece evidente que el hombre se mueve y vive en más mundos que el material de que está hecho y que le rodea. De hecho, pensar, amar u odiar están fuera de ese mundo y en otro conceptual en que se mueve entre ideas, esperanza de cuanto cabe imaginar y fe en futuros inconcretos. Y todos ello necesita explicaciones y reglas que están en mundo diferente de aquel a que me remiten los laicos, en que los principios, al carecer de cimientos, son caprichosos y en mi opinión insuficientes.
Una religión trata siempre de dar respuesta a las preguntas fundamentales, busco origen, destino y por qué de lo que existe, y, más concretamente, de lo humano y la vida y si la vida acaba o no y dónde en su caso o en qué se convierte.
Es importante mantener vivo ese hilo conductor que relaciona la búsqueda de respuestas individual y colectiva, con las respuestas, siempre provisionales, siempre en evolución, pero ancladas en principios mínimos indeclinables.
Como en cuanto concierne a la especie humana, la religión, cualquiera que se considere, es un perpetuo debate, una ebullición constante, propia de todo lo que está vivo. Y tratar de evitarlo, es tratar de limitar algo tan escurridizo, fuerte, lábil y cambiante como es la vida misma, capaz de sobrevivirse, mutar, evolucionar. Me pregunto si España habrá dejado de ser católica del modo que la entendieron Carlos V y Felipe II y esté buscando el camino recorrido por Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, con los interlineados de Hans Küng y de la Teología de la Libertad.
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