viernes, 12 de noviembre de 2010

Leo en un rincón que varios escritores charlando acerca de la literatura opinan que se trata de un mundo que defrauda a quien se acerca a él con propósitos como el de ser admirado, amado, cambiar el mundo, mejorar la sociedad. Parece como si nos hubiésemos empeñado en destripar todos los muñecos de una abandonada niñez, previo achacar a la adolescencia la condición de volcán de sueños imposibles. No lo acepto. Cada hombre como yo, recorre el camino de la niñez, la adolescencia, el monacato de sus estudios, que le sorben, junto con desesperados amores en busca del verdadero, la juventud, una madurez más o menos afortunada y la venerabilidad de la senectud. Y a lo largo de esa trayectoria, algunos entre que me cuento, escribimos por el placer de jugar con las palabras que mueve el viento en cuanto cualquiera las dice, o el de usarlas para contar a los demás nuestros sentimientos y sensaciones, o, simple y sencillamente, por esa inevitablemente gloriosa, maravillosa sensación de expresar y tratar de compartir la privilegiada suerte de estar vivos contándola, aunque no sea más que para nosotros mismos, quizá, en alguna ocasión, puesto que a mí me ocurre, con la secreta esperanza de que alguien, sea no de nuestra estirpe y nuestra sangre y familia o no, halle lo escrito en cualquier depósito, sótano, desván o ropavejería y leyendo tenga ocasión de dialogar con nuestro recuerdo. Eso es todo. Tras de leer la noticia, necesitaba decirlo en alta voz, y escribirlo. Ahí queda, en este rincón.

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