Crecimos, los niños, ocupamos las calles habituales. Nos hicimos habituales de las calles, de las cafeterías –no había cafeterías, en mi villa, cuando yo era niño-, de los viejos cafés con divanes, todo en redondo, de peluche, el tablero de las mesas de mármol, ficherazo va y viene, de dominó, para jugar a las cartas, tapetes de fieltro verde. Ceniceros de latón –todo el mundo fumaba, cuando yo era niño, y cuando adolescente, y cuando joven. No se era un hombre hasta que se fumaba el primer pitillo o el primer cigarro puro ante el padre de cada cual-, escupideras a pie de columna. Había espejos, en un café de mi villa había un espejo veneciano, tal vez dos, y muchos con marco de madera, ébano o caoba, castaño. Los de pintado pino se bichaban. La carcoma los iba minando, minando, hasta que con la uña les arrancabas pedazos de marco, o el espejo, un día, sin más ni más, se venía abajo con gran estruendo. Mala suerte, decían que traía, que se rompiera un espejo. En los viejos cafés de mi pueblo, además, había billares y podías jugar a hacer carambolas, al chapó o a la treinta y una, que era un juego más golfo.
Bueno, pues la digresión viene a cuento de que cualquier día, los niños que acabamos por hacernos habituales de las calles, las tabernas, los chiscones, los merenderos, los cafés y los casinos de nuestros pueblos y nuestras villas, dejaremos de estar, tras de habernos trabajosamente hecho viejos, y sin embargo, las calles, por lo menos, tal vez con otros nombres, que ya sabéis lo que pasa, seguirán siendo habituales.
Algunos pueblos se van vaciando, se quedan como un exuvio abandonado, pero suele aparecer otra gente que los renueva. A alguno de esos pueblos llega gente inesperada, rara, o tal vez lo parezca porque cuando un pueblo se queda vacío, en ese espacio que queda hasta que llegan los otros, al pueblo se le muere el alma. Y por eso los nuevos que vienen parecen raros, hasta que a fuerza de soñar, sudar, respirar y echar palabras, al pueblo le nace un alma nueva, que se advierte con muchísima dificultad, mirando bien por las esquinas que hacen los quicios de las puertas, o entre las columnas del puente, o al pie del campanario de la iglesia, aunque hayan abandonado la espadaña las cigüeñas, que son unos animales muy sensibles al desprecio y la soledad y por eso ya hace bastante que anidan en la parte de arriba de las columnas de los tendidos de alta tensión.
Debe ser tremendo, que pase lo que dice en pocas palabras la copla de don Manuel Machado, el hermano del otro Machado que es el que más gente cita, cuando dice esa copla tremenda en su sencillez de que “tu calle ya no es tu calle / que es una calle cualquiera / camino de cualquier parte”. Pocas veces se ha dicho más con menos palabras. Uno puede imaginarse una novela de tropecientas páginas. Don Manuel lo sugiere, si no he contado mal, con dieciséis palabras.
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