Apoteósico triunfo futbolístico del Barcelona C.F. de mis preferencias, que regateó y goleó a un apagado Madrid, su rival más fuerte, que no se sabe si es que jugó mal o el otro lo hizo tan bien que no le dejó levantar cabeza. Hay que disfrutarlo, porque otro día cualquiera ocurrirá al revés, que un juego es un juego y alguien tiene que pasarlo mal para que otros, alternativamente, disfruten y en definitiva, valga la pena jugarlo.
Y así, pasito a paso, nos sorprende que se nos haya ido noviembre, como el agua de un cesto, y ya sea hoy el último día del penúltimo mes del año 2010, ahí es nada.
Cuando éramos niños los octogenarios de hoy, se citaba por la gente que nos rodeaba el año dos mil como algo mágico, para ellos tan inalcanzable como para nosotros ahora mismo el tres mil. Y ya han pasado diez años desde aquello y habiendo mudado muchas cosas, hay otras muchas que permanecen. Como, pongo por ejemplo, este afán de enseñarnos recíprocamente los dientes, que tenemos los humanos de toda clase y condición, a pesar de todos los pesares que nos han producido a lo largo de la historia las inacabables guerras que se siguen de que en plena orgía de amenazas, a cualquiera se le va un poco la mano y pasa lo que pasa.
Nadie quiere las guerras. Y sin embargo, cuando no es Afganistán es Corea del norte o del sur, o los americanos, o los rusos, o este sátrapa o aquél, incontinentes mentales, incapaces de reprimir el gesto que acaba por desencadenar las catástrofes. Sigue siendo cierto que con una arenga, un tambor y una bandera se puede, como decía don Pío, montar la marimorena. Y venga de tachín tatachán y tremolar enseñas y lucir brillantes uniformes, que se disuelven entre el barro y el polvo que hay que morder más tarde en las trincheras del cruento disparate de ese afán de exterminar que contagia a los guerreros.
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