sábado, 13 de noviembre de 2010

Podríamos construir un castillo. Los hacían siempre arriba, en el monte desde que podrían ver acercarse a sus enemigos. Con gallardete, escudo y leyenda en la torre del homenaje, bien altos, a la vista, como si, igual que el león cuando ruge desde lo alto de su puesto de vigilancia, pudieran ahuyentar los peligros. Un castillo con grandes y pequeñas estancias, pasajes secretos y patios soleados, como claustros, con cipreses cautivos, “enhiesto surtidor de sombra y sueño”, en la esquinas, con una fuente chorreando copiosa en el centro, para dirigir la oración o el pensamiento. Los claustros están hechos para rezar o pensar, indistintamente, dando vueltas, como quien saca el agua con los cangilones de un noria. El agua, como un símbolo, brotando por los caños de la fuente del centro. Con su sonido pautando los rezos y los pensamientos. Copos de ideas flotando en el aire del claustro, que juega a la gallina ciega por entre los cipreses, serios, entecos, adustos. Brotan el agua y el árbol. Podríamos dar vueltas en el claustro, o estarnos en su esquina, en butacones de mimbre de alto respaldo. En un claustro no hay salida ni puesta de sol. El sol pasa, se asoma al brocal del claustro. Acaricia levemente las piedras. En el claustro no corre el viento, se arremolina.

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