miércoles, 10 de noviembre de 2010

Si haberse comportado en alguna ocasión como un miserable o serlo con cierta habitualidad fuera motivo para encarcelar a alguien, es posible que todos debiéramos estar ya en la cárcel o esperando en la puerta a que nos dejara sitio la ingente multitud de presos. Porque no sólo es transgredir alguna norma, cosa harto frecuente en estos tiempos de legislación múltiple, variada y hasta caprichosa en ocasiones, sino cuando, y esto es mucho más grave, cuando actuamos o nos abstenemos de hacerlo contra nuestros principios, no sólo los de nuestra cultura, sino los personales de cada cual.

Nuestra conciencia, debilitada por el paso del tiempo, las manipulaciones sociopolíticas y el conocimiento de esa debilidad que convive con nuestra fortaleza, es más comprensiva porque vive en nosotros, saltando desde la cabeza hasta el corazón y viceversa, pero no deja de estar ahí, cargada de presencias y de ausencias, recordándonos cada poco lo frágiles que podemos volver a ser cada vez que somos tan duros y lo crueles a pesar de la ternura.

Algo como este temporal que nos ha sorprendido añorando el verano recién pasado, quejándonos todavía del calor, y llegaron juntos el frío, la desazón, la nieve y esa ira súbita de la mar, que sorprende siempre que llega, creo que por la simple razón de que quienes vivimos en el litoral, de algún modo, todos, somos sus amantes mas o menos secretos, lo confesemos o no, y por eso, con frecuencia, necesitamos subir a algún lugar medianamente elevado y ensanchar el horizonte, pero también, cada poco, bajar a la playa, ponernos a su nivel, respirar su aire, olerlo y tocar la espuma.

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