lunes, 15 de noviembre de 2010

Parece muy pequeño, lo miro desde la plaza, un ser humano en la puerta de una catedral. La puerta es, ¿sabe alguien por qué?, desmesuradamente grande, tiene arquivoltas y en ellas se cuenta, con toda seguridad, una historia, tal vez una capítulo de alguno de los libros de la Biblia. Estoy seguro de que alguien lo ha transcrito en algún libro que desconozco. No importa, porque seguramente lo habré leído en alguna ocasión, y lo mismo que soy incapaz de interpretarlo ahora mismo, mientras lo admiro, si alguien me indicase la interpretación correcta, lo identificaría. Este hombre que veo se acerca a los lados de la puerta y toma notas en una Moleskine. Me parece que trata de dibujar alguna de las figuras o de pergeñar un boceto del conjunto. Tal vez esté escribiendo el capítulo que digo, de la Biblia, o un libro acerca de esta catedral en concreto.

No somos ya capaces de interpretar una catedral.

Hay en las librerías, a nuestro alcance, una porción de libros que hablan de muchas, de algunas o de una catedral en concreto. Algunos hablan de los supuestos secretos de las catedrales. Yo opino que las catedrales no tienen más secreto que, si acaso, alguna frase esculpida a hurtadillas por algún cantero momentáneamente ocioso, como mensaje sin destinatario, una huella, dejada adrede, sin más propósito de comunicar al futuro que él estaba allí cuando se colocó la dovela. El resto son mensajes sin secreto, al revés, destinados a comunicar una historia a gentes que por lo general no sabían leer. Lo que pasa es que las catedrales, como la gente de su tiempo, hablan en latín, los latines romances y progresivamente macarrónicos de que proceden nuestros expresivos idiomas actuales, que, derivados de uno solo, van volviéndose a cerrar sobre otro, mezcla nueva de lo que estuvo antes junto y más tarde disperso.

Adivino que por las catedrales pululó la humanidad de una porción de siglos. Bulleron de vida sus más ocultos rincones, los claustros, las naves y las girolas. Hoy, ésta está vacía, salvo el otro hombre, ese que me parece tan pequeño, y yo, que seguro que le parezco a él insignificante.

Suena una campanada solemne y o se ha disuelto en ellas o ha alborotado a varias bandadas de cornejas, que revuelan asustadas.

Hay polvo de sol, mezclado con la tristeza de la tarde.

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