viernes, 26 de noviembre de 2010

Es probable que no nos conozcamos, caso de encontrarnos. Recuérdame, si eres tú la que me conoces, yo soy muy mal fisonomista, algo de cualquier entonces en que hayamos coincidido. Me ando buscando. Busco, sobre todo, aquél que fui cuando todavía no había llegado a ser como mucho más tarde. Cuando, para que lo entiendas, no habíamos llegado a la mitad de los caminos del bosque, coincidente, como ahora ya sabemos, en la encrucijada de su centro. Me gustaría saborear el aire que respirábamos cuando era esperanza todo, sin mezcla de los cansancios, los desalientos … Creo que la frontera de la niebla está en la primera muerte del primero de los que nos acompañaban de la generación anterior, cuando descubríamos que nuestros mayores eran vulnerables. Y no te digo cuando murió el primero de nosotros y descubrimos que un día tendríamos que pasar por ese trance, lo mismo que habíamos tenido el privilegio de nacer e incrustarnos en la ternura del nido en que estuvo nuestra niñez. Incorporarnos a una familia. Si, ya sé, nos pasaba como a nosotros, que, como fuimos descubriendo, ninguno somos más que lo que somos, con todo el peso de tener, además, que soportarnos y lo que es más difícil aún, tratar de mejorar los que hay y progresivamente, de por sí, se deteriora tanto, y, en ocasiones, hasta se desploma parcialmente, parece que se va a desmoronar del todo.

No es probable. Lo de reencontrarnos, digo. La gente tiene escasas oportunidades de relacionarse. Con la mayor parte de nuestros contemporáneos nos cruzamos pocas veces y menos nos hablamos. Y eso que ahora, con tanta televisión, nos cruzamos con alguien por la calle y tenemos la falsa sensación de conocer a alguien de quien no sabemos nada en realidad y es que se parece tal vez a algún habitual de la pantalla que nos permite ver paisaje como quien va en un vagón del tren y mira distraído por la ventanilla.

Este año, mucha gente se va lejos, la semana que viene, en cuanto se inicie el “puente” de primeros de diciembre. Van lejos de casa, a la nieve, los que pueden, a un rincón, otros, huyendo de cavilar sobre si seremos capaces de entender que somos más pobres que el año pasado. Otros, nos arrebujamos, sorprendidos por los primeros ramalazos y remosquetes del frío, y refugiamos la inquietud aventurera en un libro. Yo ando ya metido en dos o tres, de la media docena que me propongo degustar en diciembre. Los libros, que suelen contarte lo que pasó a mucha gente, son una alternativa barata y menos arriesgada que echarse a la carretera. Y por añadidura ahora los trenes no son como antes, que emprendías viaje a Madrid, desde cualquier lugar de la periferia, en un vagón de tercera, y estabas seguro de hacer un montón de nuevos amigos, aprender varias canciones nuevas, de las de tasca y francachela, como dice mi mujer, que les llama “cantarinos” y ya ha calado que yo nunca los aprendo enteros y los deterioro con caídas de tono entusiastas. Si no los hicisteis entonces, ya no podréis disfrutar de aquellos viajes, pongo por ejemplo, desde Madrid a Barcelona o viceversa, en el supuesto “exprés”, que, con suerte, duraban día y medio. Qué habrá sido de aquella “hermosa gente” de que nos hacíamos cómplices durante la aventura del placentero, imprevisible viaje, hecho sin estas prisas que nos agobian hoy, con la deleitosa probabilidad de una charla distendida, como si no fuésemos a ninguna parte y el viaje mismo fuese por cierto tiempo nuestro único destino.

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