El Derecho, decía uno de mis más ilustres, inolvidable profesor, a que el derecho entusiasmaba y se le atropellaban las palabras para tratar de explicarnos, a aquella tropa ignara, con el pelo de la dehesa de la adolescencia anudado por entre las neuronas, no es el que dirige la sociedad humana. La sociedad humana la forjan los hombres, al tratar de realizarse, liberarse o remediar sus necesidades individuales y colectivas, para lo cual le es preciso relacionarse con los demás hombres y así crear el Derecho, que lego nosotros, los juristas, desde los diferentes lugares sociales que ocupemos en el desarrollo de nuestros conocimientos, y, sobre todo, del profundo conocimiento de la cultura y los principios de nuestro grupo social y nuestra época loe que tenemos que elaborar un sistema, el Derecho positivo, luego abierto en el abanico innumerable de sus ramas, que permita ordenar, asegurar o reparar las relaciones que entre sí traben los humanos, su cumplimiento y su incumplimiento culpables o fortuitos. Mediante unas normas muy generales, muy claras y legitimadas sobre los principios de la cultura del grupo, luego complementadas por otras de detalle y una interpretación que las aplique con cuenta de las circunstancias de cada caso concreto.
Fueron unos años irrepetibles, vividos entre estudiosos de la multitud de las ciencias y de las artes, luego nos dispersamos y estoy a punto de cumplir cincuenta años, me faltan unos meses, si sobrevivo a los cuales, los habré cumplido, de ejercicio profesional, los sesenta de estudio y los cincuenta de ejercicio profesional del Derecho. Sin duda hice más cosas, pero lo que en realidad supuso trabajo y nos dio de comer a mí y a los míos, fue el ejercicio del Derecho.
Un tiempo durante que cambiaron muchas cosas, pero ninguna lo que en esencia nos reveló aquella mañana en clase, y desarrolló durante muchas otras, aquel de los más ilustres, inolvidable profesor, que tal vez anduviese entonces por lo que Dante llamó “la mitad del camino de la vida”. Y ya era entonces, recién salidos como estábamos de aquella tremenda guerra que ahora pretender reducir a tan pequeño y vergonzoso asunto, un sabio jurista.
Nuestra generación, los que mi buen amigo Pablo y yo llamamos los “quintos del 50”, que milagrosamente fuimos demasiado jóvenes para intervenir, pero vivimos junto a las más tremendas, violentas y crueles guerra de la historia de la humanidad, y, no menos milagrosamente, sobrevivimos a esas guerras y a sus respectivas posguerras, que tampoco fueron mancas, aún recordamos –que los niños parece que no están, pero se enteran de mucho más de lo que suponen los mayores de su época-, el miedo de cuantos nos rodeaban, protegían y a quienes queríamos con aquella completa confianza que jamás se vuelve a tener y disfrutar, y recordamos las enloquecidas y enloquecedoras barbaries de las guerras frías y calientes, y la dictadura como forma de gobierno, con sus porqués y sus explicaciones, y el medroso tránsito, con cada corazón en un hilo, y sus vicisitudes, y la forma democrática, que a muchos parece remedo, parodia y a otros camino, y hay quien dice que es la concreción actual de un concepto imposible de lograr en estado puro, y vaya usted a saber quién tiene razón, que a lo mejor está en la suma de criterios, dividida por su número, cercano a infinito.
El Derecho parece haber cambiado sustancialmente, pero no. Continúa siendo rigurosamente cierta la luminosa explicación de aquel repito ilustre jurista, cuyos atentos, muchos deslumbrados alumnos de entonces, tras de dispersos, estamos ya a punto de entregar la antorcha a la generación de lo que llamo neorenacimiento, cuando ya no hay quintos de ningún año ni es aún imaginable la sociedad que brotará de estas profundas crisis que también hemos atravesado sin pestañear, atentos, tratando de aportar lo posible, lo que nos queda, los “quintos del 50”, todos ya inexorablemente octogenarios, pero creo que todavía lo esperanzadamente jóvenes para atrevernos a soñar.
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