sábado, 13 de noviembre de 2010

Viento del sudoeste, pesado y dulce como arena del desierto tornada en niebla difícil de respirar. Calor sin calor, castañas y matanza, con el cerdo muerto en el patio, sangre, sudor y grasa, Noviembre. Don Juan Tenorio, sin trabajo, duerme en la plaza Mayor, al pie de la picota, sin novicia que llevarse a los sueños y con las putas demasiado ocupadas para oír requiebros y perder tiempo. Anuncian los carteles de la aldea vecina que habrá, en la soirée del fin de semana, despelotes femeninos y masculinos. Otoño. Siena, beige, ocres, malva y amarillo brillante. Las letras, por lo menos las vocales, son de colores. Cada cual las ve de un color: la e, siena, la i, amarilla, la u, verde, la o, negra y la a roja. Compones la palabra y puedes verla coloreada. La música juega con los colores, seguramente cada nota tiene uno concreto, pero los legos no advertimos más que el vertiginoso juego de la música, ya compuesta, en el aire. El sonido tiene colores, o de algún modo se relacionan el sonido y la luz descompuesta. El otoño habla con tonos mesurados, sobre todo cuando el viento del sudoeste le erosiona las esquinas. De pronto, aquí y allá, se rasga la textura del otoño y asoman la nieve, el frío, las vagas de mar. Acabo la Riña de Gatos y me voy con Ian Rankin a Edimburgo. La Riña es una mezcla de interés y desgana. La acabas y piensas que no es una buena novela, pero qué buena podría haber sido sin demasiado, o tal vez con demasiado esfuerzo. Hay un cansado, triste, escéptico, acrisolado sentido del humor, que a mi juicio es el que a la vez la salva y la condena. En las primeras páginas dee mi nueva lectura descubro que Rankin, a quien tanto admiro, dicen que cambia de personaje, pero en realidad lo que cambia es el nombre del mismo personaje. Rebus está en Fox, y viceversa, como si fuesen el uno disfrazado del otro.

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