sábado, 23 de abril de 2011

Condenaban a galeras. En las galeras, los más criminales de los condenados a galeras, remaban como condenados y el cómitre les atizaba latigazos con muchísimo cuidado de no acabar con ellos, los condenados a galeras, después de todo, delicadísimas piezas del motor de la galera.

Condenaban a galeras .lo dice la Novísima Recopilación, a los asturianos que iban con palos a las romerías de la ribera del Manzanares y allí dirimían a garrotazos las diferencias entre sus concejos de origen.

No se había inventado el fútbol, como generador de tensiones, acumulador y dispersador de adrenalina. Debería haberse inventado para evitar por ejemplo la discriminación vaqueira. O la expulsión de los moriscos. O la de los judíos. Siempre ha habido alguien dispuesto a expulsar a otro u otros, dado que en su día también lo hicieron con los jesuitas. Y ¡mira que está despoblada España!, que viajas kilómetros y kilómetros por llanuras semivacías, pueblos apagados, ciudades dormidas. Y de pronto, Madrid, o Barcelona, o Sevilla, o Valencia, o Bilbao, atestadas y anilladas de humanidad doliente. Y luego más y más kilómetros de otra inmensa soledad.

Publica ayer el periódico que compré hoy porque me equivoqué de día sin prensa y leí así las noticias con un día de atraso, más posadas, libres todavía de políticos, felizmente para nosotros dispersados a descansar sin verse, oírse, tocarse ni tener la posibilidad de ponerse recíprocamente como no digan dueñas, publica, decía, el periódico añadido al habitual de cada día por ser casi fin de semana, un reportaje donde dice que lo que falta no es espacio, que el problema radica en el progresivo éxodo a la ciudad, en las monstruosas ciudades que crecen sin cesar y en la progresiva imposibilidad de mantener en ellas un mínimo de limpieza, orden, concierto y coexistencia con los vehículos de motor, cada vez más, cada vez mayores, cada vez más potentes, cada vez más osados en la invasión de espacios, el desprecio de prohibiciones, la inexorable aproximación del feliz día en que se queden enganchados todos unos a otros, sin posibilidad de ir ni de volver, de aparcar ni de permanecer, que, a este paso, llegará un día u otro, que no hay que mirar más que la entrada y la salida de las grandes ciudades, al amanecer y al ocaso, cuando se va y se viene al y del trabajo, convulsos, sudorosos, tensos todos los conductores, cualquiera que sea su religión, su sexo, su edad, impregnados de olor a gasolina y goma quemada, ensordecidos por el constante rumor, nerviosos por la reconcentrada atención respecto de lo que viene y va a través del parabrisas y tres espejos retrovisores, con el GPS avisando de que te has pasado de salida y el telefonino en pie de guerra, tocando, maldita sea por nonagésima centésima vez tu canción favorita, que cómo mil pares de puñetas se te habrá ocurrido seleccionarla como tono de llamada del pequeño monstruo recién llegado –relativamente- del útero del progreso.

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