sábado, 23 de abril de 2011

Se forma una aglomeración cualquiera de más de diez mil personas, cincuenta mil, cien mil, quinientas mil, y yo voy dándome progresiva cuenta de mi falta de importancia, aquí, ahora perdido en la inmensidad de esta marea humana que me ha absorbido y me mueve a su capricho colectivo. Si despertase, me digo, podría recuperar mi sentido de la realidad, mi dimensión habitual, pero no despierto y mira por dónde, hoy tampoco acierto a volar. Tal vez si supiera, alzásemos el vuelo toda la multitud juntos y sería aún peor, que desde el suelo conservo el aire libre hacia arriba, hacia las nubes que se afanan en bruñir el azul del cielo. Podría también dormirme dentro del sueño –porque esto tiene que ser un sueño- y así escapar del agobio. Pero tal vez no sea un sueño, sino sólo una aglomeración de gente que grita, pide, exige no sé qué cosas. Ni siquiera puedo, al no saber qué es, saber si por lo menos me interesa alcanzarlo yo también, cuando quienquiera que sea a quien se lo están pidiendo, no pueda negarse a concederlo a semejante multitud, no sé si he dicho, pero insisto en que amenazadora. Ladra, súbito, un perro que pasa por entre las piernas de los manifestantes, me coge la mano con sus afilados dientes y es Laila, que acaba de despertarme y me mira por entre su flequillo de lana de perro de agua, me lame de nuevo la mano, la mordisquea, según la había dejado colgar, dormido en la butaca, ante la televisión. Luego, da un salto, se me sube, se sienta en mi regado, altiva, satisfecha, me la un lametón en la cara, se va y me deja liberado de la pesadilla. Afuera hace sol. Todavía no es hora de que se arranquen las campanillas en el vuelo del Sábado, la fiesta mayor de la esperanza de sobrevivir más allá, aunque nade sepa con exactitud dónde ni cómo. Día del libro. En un rincón secreto, casi el tesoro de una isla, me encuentro siete libros descatalogados que hacía tiempo perseguía por las librerías de usado. Dos, sobre todo, perseguidos por mí, infructuosamente, desde hace mucho tiempo. Es mi modo de festejarlo. Por lo siete veces alto. Recorto una fotografía del mercado saturado al aire libre de una saturada ciudad. Una vieja costumbre –me repito, pero es que necesariamente, todo cuanto repito es en mí viejo-, de recortar fotografías impresionantes o pintorescas o graciosas e irlas pegando en las libretas que me sirvieron de “moleskines” antes de conocerlos. Allí cuelgo una ocurrencia volandera, un retrato, la cita de un autor en su libro último que conozco, una impresión, un sonido, algo que debo recordar. Ahora mismo, antes que la foto, pongo una nota para acordarme de comprar otro libro nuevo, de que acabo de tener noticia y dice que está escrito por un profesor sabio: “Nueva historia de la democracia”. Me pregunto si es porque se esperó tanto de ella por lo que la han amasado unos, golpeador otros, desgarrado aquéllos y hecho jirones los de más allá, pero ahora, al parecer, este profesor trata de rebobinar y pasar la película de otra peculiar historia, supongo que subjetiva y expresiva de su particular desencanto por lo que esperaba y no llegó. Nunca llegan, ni la verdad definitiva ni la felicidad edénica, ¡cómo será de hermosa la vida, que a pesar de todo, nos parece hermoso haberla vivido hasta aquí! A ratos, “más muertos que vivos” aventuramos a decir con nuestra habitual insensatez. Podría ser otra mentira de los mendaces agitadores del mercado editorial, algunos capaces de resumir el argumento de un libro mucho mejor de cómo lo desarrolló su autor, para moverte a comprarlo, descubrir la falacia, tirarlo al rincón oscuro del desván, pero así aliviar un mercado tan alicaído, que hoy, Día del Libro, un pobre librero ofrece, como insuficiente a todas luces reclamo el descuento en compras de un cinco por ciento.

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