La rebeldía no envejece. Está a flor de piel, más aún, está en carne viva mientras la razón sobrevive. Otra cosa es que lo que envejezca sea el alma, y no el cuerpo. La tragedia humana consiste, en el tercer acto de cada vida, es decir, de cada comedia humana, en la falta de compás con que cuerpo y alma inician su decadencia. El primero en envejecer, es cierto, arrastra al otro, pero hay un espacio de tiempo, durante cada desfase, en que esa tragedia, a veces tragicomedia, se evidencia.
La rebeldía es el resultado de haber ido acumulando experiencias de incongruencia social entre lo que se predica y concreta en principios culturales ideales y el comportamiento cultural de la sociedad de que formamos parte, casi siempre dirigido, encauzado e impulsado por quienes resultan elegidos para representarnos y gobernar.
Haría falta una seguridad social capaz de ir previniendo y curando los defectos del grupo de que formamos parte. Porque tan importante como erradicar las patologías psicosomáticas es acabar con las patologías sociales. Es decir, curar la rebeldía.
La última destilación de la rebeldía produce bárbaros. Insisto, cuando las patologías sociales no se remedian pueden traducirse en especímenes inhumanos, que luego nos sorprenden con las dimensiones de sus desvaríos y disparates.
Peter Pan es un eterno rebelde, Don Quijote, un rebelde al final reducido, en que se da la paradoja de que recupera la razón al perder la sinrazón de su conducta insistentemente aventurera. ¿Quién tiene razón, el ciego o el Lazarillo?
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