viernes, 15 de abril de 2011

Manchas de luz, hojasecas, helechos, algún pétalo arrancado de primadotas de las rosas, primeras rosa, núbiles. ¿Son nubléis las rosas? Todo tiene su equivalencia. Hasta las vocales, si escucho con la debida atención, tienen cada una su color. El color es luz contaminada, separada, partida. La luz llama. ¿Hacia dónde iremos? Procuremos ir hacia la luz, que la sombra no sabe nadie lo que contiene y si podrá escaparse un puñado de sombra y disolvernos. ¿Disuelve la sombra o simplemente oculta? Hay quien supone que toda sombra es maldad, pero no es cierto. Cualquier belleza puede ocultar horripilantes realidades y deslumbrarnos la luz mientras la maldad nos destruye una parte de la inocencia que tuvimos. ¿Hace inocentes, olvidar? Los pájaros, si tocas los huevos en el nido, los abandonan o los destruyen. Dedos humanos, manos que huelen a ser humano y contaminan, por muy lavadas, esterilizadas, que estén. Mi perra no se cansa nunca de oler mis manos, pero los pájaros, que a veces anidan entre los geranios de la ventana del cuarto de baño, si abro y toco los minúsculos huevos, todavía calientes, ahora que huyó la madre que los empollaba, o no vuelve al nido, o, si lo hace, picoteará sus propios huevos, su futuro. Aunque puede que no tengan futuro, los pájaros. Un animal no tiene más que ahora. Ni antes ni después. El pájaro hembra que destruye sus huevos, no aborta ni renuncia a algo a que no podría, como decía mi catedrático de derecho civil, que insistió siempre en que para renunciar válidamente a un derecho, ha de tenerlo a su disposición el renunciante, ¿y una renuncia previa? –le preguntábamos los de la primera fila, los muy pelotas- Nemo dat quod non habet. Ha de nacer previamente el derecho. Cuénteselo usted al pajarillo, inerme en el huevo. Que ya no volará nunca y no tendrá nadie ocasión de escucharle al atardecer, mandando desde la intrincada selva del haya mensajes de amor, llamadas, poesía provenzal. La tarde, irremediablemente, será más triste, con el horizonte color naranja, que hará viento mañana, deduce el viejo labrador jubilado, y se queda dormido, sentado en el poyo, en equilibrio inestable, junto a la puerta de casa, caliente aún de haber sido solana.

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