Saber, lo que se dice saber, nadie sabe nada que valga la pena. Lo que vale la pena, salvo destellos, momentos fugaces, provisionales convicciones, no lo sabe nadie que sobreviva. Un tipo cualquiera puede ser sabio, pero ese acervo suyo no vale la pena, si se considera la cosa con cierto detalle, dado que cuanto se ha sabido en este mundo ha resultado siempre empíricamente inexacto, por lo menos en detalle. Cuanto se ha sabido, a poco, o, unas generaciones más tarde, se comprobó que era por lo menos parcialmente incompleto o radicalmente equivocado, y, entre lo uno y lo otro, toda una gama de errores, sutiles o de bulto.
Dicen que hay que pasar al otro lado para ver, conocer y saber. Y yo lo creo, pero cierto no estoy, no hay nadie que pueda. Nadie ha vuelto, salvo tres que dice el Evangelio, pero o no llegaron a ver todavía o nadie les preguntó o no dice la historia lo que respondieron.
Si nos da el dentista el miedo que nos da, ¿qué no será ir al otro lado? Sólo, que yo sepa, o los místicos o los que sufren mucho han expresado su deseo de ir cuanto antes, los unos, los místicos, por impulso de amor, los otros por escapar del agobio del dolor. Amor y dolor, ambos nublan los sentidos, desorientan los instintos, de algún modo nos inhumanizan, en cuanto provocan reacciones sobrehumanas o infrahumanas. Como un río que se desborda por una u otra ribera y deja de ser río. ¿Os habíais dado cuenta de que la piel del río, cuando baja por su estrecho cauce habitual de los pequeños ríos, vista desde lo alto del puente, tiene algo de reptil, que se desliza veloz, transparente esta mañana, dejando ver las escamas del cauce?
El que ama o sufre más allá de la policromía del arco iris y así se sale del ámbito de la luz y la escala de lo humano, pierde el instinto de vivir. Pero ¿es posible perder del todo un instinto? Creo que no. Una cosa es decir lo y otra aferrarse o no a pesar de todo y en última instancia al maravilloso privilegio de la vida.
Lo dicho, si nadie, ni los sabios, saben ¿cómo pretendo yo saber?
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