El Viernesanto descansan los políticos, y, con ellos, la civilización occidental, de su desencantada decadencia. Que al fin y al cabo, desde aquel libro premonitorio que se hizo famoso a mediados del siglo pasado: “La decadencia de Occidente”, ha dado tiempo a colocarse para caer, o para decaer. Es de suma importancia –lo sabemos los viejos- colocarse para caer. La diferencia se traduce en eventuales rupturas de huesos, que, pasada cierta edad que ya no recuerdo, pueden resultar hasta concluyentes y definitivas.
Descansan los puñeteros políticos y un soplo de aire fresco recorre los entresijos del laberinto europeo, cuyas teselas está visto que no encajan. Uno llega a sospechar si desde los tiempos de Locke no se habrán agitado y movido, arrastrado y erosionado tanto las placas tectónicas que ya vaya a ser imposible, salvo período anárquico intermedio, resolver el viejo rompecabezas de los estados, que en cuanto, además, sienten la tentación de ensamblarse, despiertan una erupción de comarcas que o lo fueron o lo soñaron y un no sé si hervor o escalofrío recorre el espinazo de la civilización.
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