viernes, 1 de abril de 2011

Cualquier viaje dura hasta llegar a Itaca, donde Penélope, paciente, desgrana la imaginación de sus vicisitudes. Feliz quien, por añadidura, no se ve obligado a reparar los daños ocasionados durante su ausencia, y, como Rosales, puede decir esos versos que a mí siempre me han hechizado y sencillamente agradecen al buen padre Dios, al doblar la esquina y comprobarlo, que las luces del hogar siguen encendidas.

Vuelvo, como casi siempre, en dos etapas, puesto que al día siguiente voy a la capital pequeña, y el segundo regreso es el que me permite relajarme, aunque las obras de la calle sigan, el despeñadero esté aún al pie del portillo de mi casa y la habitual carga de libros me desequilibre.

En la capital grande compruebo que mucha gente aparentemente desorientada sigue dando palos de ciego, enredada en lo viejo y con miedo a lo nuevo. No faltan líderes, pero no hay la menor confianza en ninguno de ellos. Hemos de pagar el precio debido por haber vaciado de sentido a la mayor parte de las palabras. Se ha dicho tanto en vacío que ahora nos resulta cada vez más difícil entendernos Y a fuerza de ambigüedades, se han semiconstruidos tantos y tan aparentes privilegios que ahora hay que importar currantes de a pie para hacer el trabajo duro.

Las capitales pequeñas son como satélites, lunas que reflejan la ausencia de luz de la capital grande, y algunas de embozan de niebla, tanto para protegerse como para hacer pensar que aquí dentro se ha ideado algo secreto y eficaz.

En todas partes más estética que ética. Plantar tulipanes. Remozar los viejos edificios o construir otros espectaculares para exhibir la capacidad que siempre se sigue de conjugar técnica con imaginación. Para hacer, que ahí viene la inevitable paradoja, no lugares útiles, sino centros de exhibición del pasado, del futuro o de ambos. Y, en otro caso, oficinas de la administración pública.

Ahora que la empresa privada se refugia, anónima, en edificios y oficinas desparramadas, mínimas y utilitarias, la administración pública ocupa deslumbrante los enormes palacios y los palacetes de indianos.

Casi cinco millones de parados, casi el doble enfrascados en la administración pública. La sociedad se estremece, escalofriada, como esos entre niños y adolescentes que sufren una súbito estado febril y la abuelina dice que es “el medrío”, es decir, una “crisis” de crecimiento.

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