sábado, 16 de abril de 2011

Calle, lo que se dice una calle. Se ha recuperado, han recuperado la calle que pasaba por delante de mi casa y ahora nueva, reluciente, recién asfaltada, se ha reconvertido en sí misma y en ser útil para que pase la gente o se detenga en ella y de a la parpayuela. Tanto, en nuestra jerga, como hablar en balde, que es cuando se habla por hacerlo, sin tener en realidad nada que decir. Me bajo a la acera y le doy las gracias a un sorprendido operario que me mira con aire desconcertado.

-¿Usted no sabe lo que es salir de casa y tener que hacerlo como quien se arroja al foso de un castillo? ¿Cómo no le voy a dar las gracias?

De repente y de nuevo, entrar y salir de casa no es más que un hecho banal, sin visos, como hace dos o tres días, de acontecimiento. Uno entraba y salía en casa con la fría determinación, el desconcertado pavor y la desorientación de quien se mete en la selva o en un bosque, no sabe dónde puede y dónde no debe apoyar los pies a cada paso y teme encontrarse en cualquier momento con cualquier salvaje antropófago.

Para colmo, como si quisiera participar en el festejo, hace sol y un frío que lava los huesos y les quita las residuales impurezas del invierno aún reciente, el acné de la primavera y los malos pensamientos de las neuronas oscuras. Me pongo a cantar, viene mi mujer y me susurra al oído, aprovechando una pausa, que si no tengo ganas de cantar, ¿por qué lo hago?

¿Crueldad femenina? ¿Falta de sentido estético por su parte? ¿Mi proverbial oído de cerradura de hórreo? Cosa de callarse y dejar que la alegría de vivir, como una efervescencia, haga cosquillas en la nariz.

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