lunes, 25 de abril de 2011

Las ciudades necesitan espacios para la soledad, para correr como desesperados, pero sin ir a ninguna parte, para soñar, para ser redomadamente cursi, contemplar los pájaros a través de unos carísimos prismáticos, hacer fotografías a los disparatados monumentos que son capaces de mandar poner los prebostes, mercadear, soñar y comer, en su caso, como gochos o como delicadísimos gourmets.

Una ciudad, como los humanos, ha de ser variopinta y estar viva, tener tiendas y escaparates brillantes, deslumbrantes, y chiscones canallas y cobijos para ir de picos pardos o a tirarle de la oreja a Jorge-

O, sencillamente, lugares por donde salir a pasear. El paseo, no hace tanto, lo practicaban las familias los sábados por la tarde y los domingos, que eran el tiempo de ocio familiar hasta que se inventó e implantó el fútbol como válvula de escape de un necio afán de ganar que suele obnubilar a la gente. Se paseaba, mirando escaparates, haciendo hora para ir a merendar chocolate con tejeringos o te. El te, los más elegantes, siempre lo han tomado con hache intercalada y sin leche, hasta que inventaron los chamanes el poleo, para adjuntarle sabor a menta. Se paseaba camino de la misa mayor, con tres curas, incienso y órgano, y, a su salida, en busca de un bar donde el aperitivo del que llamaba aquel inefable amigo de mi pueblo el murmú con linchoas.

Es decir, que la ciudad necesita, para sentirse viva y corpórea, musculada y sana, salir a tomar la calle, como ahora sólo se hace en fiestas y durante las fiestas. Nada más triste, solitario y amedrentador que el ocaso en una calle vacía, de una ciudad tomada por la niebla, como las que se fingen en el cine cada vez que cuentan lo de Jack el Destripador.

Ciudades grandes y pequeñas siempre han tenido un Espolón, como Burgos, una calle Sierpes, como Sevillla, La Gran Vía, como Madrid, Los Alamos, como Oviedo o la Farola, como Luarca y Gijón con su Muro, por donde salir a dar paseos de ida y venida, como la lenteja del péndulo, a estirar las piernas –cosa muy diferente como todos saben de estirar la pata- y cruzarse con amigos y amadas en cada vuelta, con sonrisa, entonces, de él y caída de ojos de ella.

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