Brotan del barrizal humano con un hervor súbito piezas de traza inesperada, escapadas, parece, de un descuido del alfarero, solo que éstas a que me refiero crecen, se desmesuran y o son genios o fieras vivas de un bestiario inimaginado hasta que surgen, aparentemente indomables, selváticas hasta que alguien idea la bala de plata o la estaca aguzada del posible remedio de estas anomalías capaces de arrancarle bocados al melocotón del mundo en que tratamos de vivir, en paz con los otros y con nosotros mismos, los humanos. Y si es malo o triste ser humanista y percatarse, es todavía peor sufrir las consecuencias de ser humano, algo tan hermoso y sin embargo tan eventualmente terrorífico cuando se quiebran los resortes del orden civilizado de las cosas y por cualquier grieta, como una fumarola, a quien había mantenido apariencia de persona exhala su animalidad más disparatada, regresada al instinto que deja, como un caparazón vacío, en la tierra, desgarrado, el sentido moral apilado a fuerza de milenios de convivencia.
Personas con repentina apariencia de personajes de pesadilla, tal vez con el alma herida tan irremediablemente como puede herir una enfermedad súbita el cuerpo.
Todo forma parte de lo que existe, e incluso cabe pensar que la enfermedad es una forma de vida que brota dentro de otra y la consume para realizarse y continuar el intrincado plan que abarca el conjunto de lo que somos desde esta esquina infinitesimal del universo en que, como un sueño, hundimos la mirada curiosa de unos telescopios cada vez mayores y más capaces, que ahora incluso arrojamos al espacio interestelar para que vean más y más lejos, en busca del origen o no sé si del final de todos los caminos posibles.
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