Estoy lejos, pero no en el espacio, sino en el tiempo, de tal modo que cierro los ojos y te adivino pendiente de mis gestos, como, desconcertada, aquel día, cuando somos demasiado jóvenes para todo.
El sol hurga en las copas de las acacias, como ahora mismo, tan lejos y tan cerca, si tú estuvieras. Tengo que ir a reunirme con unos señores todavía desconocidos, con que hablaré de cosas y conceptos de cuya existencia hoy, tú y yo, ni imaginamos que existan. Hablaremos de intereses, de crisis, de mandar o no, guardar o no rencor, echar cuentas de las culpas de los demás, justificar siempre las propias.
Ahora mismo, iremos en busca de la tarde, que duerme junto a la vieja plaza mayor, nos sentaremos a su lado, dejaremos que las palabras fluyan sin darles demasiada importancia, puesto lo que digamos se ha dicho ya millones de veces a lo largo de las tierras y los día de la historia del mundo.
Acabo de pasar y por un momento creí que alguien se había atrevido a quitar piedras de nuestro recuerdo, pero no. Allí estaban, desde luego, abandonadas. Me ganó una alegría triste como un olor de otoño.
Tu mano señalando esa esquina donde todo está igual, lo haya o no vencido el tiempo, el abandono, la suciedad de los pintarrajeos. Tu mano, que al señalar, deroga el tiempo y es entonces y es ahora y todo ha sido diferente, pero también hermoso, y ha ido enterrando el recuerdo que las viejas piedras intactas, por más que heridas, de la fachada, han conservado como oro en paño, tal vez conmovido su duro corazón de piedra porque tú y yo seamos tan jóvenes y tengamos enredada entre los dedos la policromía de la madeja de la ilusión, que es muda, y, como algunos poetas, no sabe de tiempos ni de espacios, de ayer, hoy o el futuro que es ahora y oe eso, cada palabra que dijimos, la estamos diciendo.
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