lunes, 1 de septiembre de 2008

El primero de setiembre diagnostican las fuerzas de la naturaleza el otoño que viene, que, a su vez, no es más que la obertura del invierno. En realidad, primavera y otoño son ambas preludios de las sinfonías de verano –cosecha- e invierno –desolada soledad en compañía-. El verano nos dispersa, el invierno, que viene ahora, nos llama alrededor de la chimenea que es el núcleo central del hogar. Aún el equivalente de la hoguera del fondo de la caverna hogar de la familia agnaticia, casi tribu ya, donde los más aburridos o los más imaginativos de nuestros abuelos, entretuvieron sus ocios o dejaron constancia de sus esperanzas en las pinturas rupestres, tal vez destinadas o alternativamente destinadas a convocar a los animales o ahuyentarlos, según apretasen el hambre o el miedo, asimismo alternativos.

Uno cualquiera de estos días, a partir de hoy, se alzará el primer humo que da olor al otoño. Ahora prohíben los humos, las hogueras, el fuego, que fue, sucesivamente, invento y dios más o menos doméstico, de los no antropomorfo, y, por ello, como ahora mismo, imprevisible devorador de inmensidades.

Incluso estos pequeños dioses de la mitología histórica de los pueblos, exceden de la capacidad de comprensión de los hombres y los deslumbran y los aterrorizan. Al ser incomprensibles e inimaginables, la humanidad trataba de por lo menos aplacar su posible ira mediante cánticos rituales y sacrificios. Falla consiguió incluso enjaular en el pentagrama una danza del fuego.

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