Leo que “la izquierda es una religión para desesperados”, y podría ser otra aproximación a una de esas verdades provisionales y subjetivas que ribetean la historia de la humanidad en marcha. La izquierda, desde esa perspectiva, podría mejor definirse como un acceso de urgencia para recuperar la esperanza que se pierde al final de las guerras, cuando recuperan el poder los buenos administrativos de cada país, agotada la función de los héroes, supervivientes o no a lo más duro de la confrontación, donde se encuentran las peñas y la mar, incompatibles y sin embargo imprescindibles para que las cosas y el paisaje sean como son y puedan generar la bellísima efimeridad de la espuma.
“La izquierda –dice el mismo autor- va nutriendo, hasta desaparecer, las plazas de la burguesía que abandonan los arribistas y oportunistas de cada época, sus nouveaux riches”, y cuando el proceso concluye, hay siempre un inventor para el programa de la nueva izquierda, siempre juvenil “y no como ésta de ahora, que tiende a hacerse conservadora cada vez que gana el poder”, destrozona y soñadora, que, allá por el mes de mayo, impregna el aire de Paris y “como es lógico, pide lo imposible”, que es aquello que necesita el hombre de cada tiempo y cada espacio.
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