Mover lo que antes fue la pluma o el bolígrafo, y todavía primero el plectro o cualquier cosa con que un hombre, ante una superficie plana hace signos a los demás hombres, llama su atención para compartir con ellos el dolor de estarse muriendo o pletórico de gozo y fuerza, con la ilusión desbordándosele en actos heroicos de amor, de odio o de solidaridad extremas, escribir, dibujar, comunicarse o tratar por lo menos de hacerlo para que resulte más llevadero este tránsito implacable por la variopinta realidad, tal vez un sueño, de vivir.
Solo que hay días y horas en que estás cansado, o aparentemente mudo, intransitivo, y lo que te gustaría es quedarte con los ojos cerrados, disfrutando de ese duermevela que ni es ni deja de ser sueño y casi todo va pasando de acuerdo con los íntimos deseos del subconsciente, que en vez de que tú lo hagas, yo lo haga, con el teclado del ordenador, él lo hace con la delicadísima punta de flecha del pensamiento, y entonces es cuando me gustaría saber decir lo que no me está pasando, sino que sueño que podría ocurrir o haber pasado en cualquier otro mundo a otro yo, pero no puede ser, porque no sé escribir, ni recordar, ni reproducir la música en que en realidad consiste el pensamiento, que está hecho de notas entrelazadas y así logra la melodía imposible que únicamente los privilegiados pueden intentar reproducir.
¿De qué sirve escuchar una música que no puedes compartir? ¿De qué el sueño de un solitario? ¿De qué habría valido un ser humano solo, el primero o el último, sobre la tierra? Es indispensable el escalón de un semejante para que en la vida entendamos de rebote, por medio de un eco o del reflejo de su reflejo lo que es el amor, ese otro misterio que nos hace a cada uno indispensable y a ninguno insustituíble.
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