viernes, 12 de septiembre de 2008

No puede un jefe, un presidente, ni siquiera un oficinista recién incorporado a la empresa, perder los estribos en público y gritar, como los bárbaros antes del combate, anacolutos, con esa estridente sintomatología de la histeria. El ser humanos se ha pasado siglos afinando las cuerdas de la civilización y sería una lástima que su barniz se perdiera, frágil como es, por alguien que sin duda trata de sustituir la razón por el volumen de voz y una gesticulación desmedida. Vale, si no más callar, decir lo preciso con la mesura de la razón, abrumando al contrario con las que la componen, desglosándoselas, explicándole el por qué de cualquier posible decisión pasada o que se piensa adoptar. Es triste fracaso el de permitir que el poder nos ciegue justo cuando por disponer de él es tan grande la responsabilidad propia. Lo apuntaban los griegos. Polibio, consciente de que la historia se repite, avisaba de que al final de cada período de renovación social está la oclocracia y la temía. Llamaba así a la eventual degeneración del ejercicio de la soberanía por el pueblo, por llegada al poder del populacho.

No hay comentarios: