sábado, 20 de septiembre de 2008

Se eriza, no sé por qué, la piel del agua, ahora opaca, bajo un soplo apenas perceptible de viento. ¿Tendrá que ver con eso que dicen de que los americanos que mandan van a repartir el dinero de los americanos que pagan para compensar a los bancos las pérdidas originadas por los americanos que no pagan? En el fondo tiene gracia ver cómo la más compleja y gran economía del mundo se muerde la cola y come sus ahorros, diezmos y primicias de sus contribuyentes más poderosos. Y esperar a ver qué pasa. Aquí, los nuestros que mandan ya no tienen ahorros. Ni los que obedecen. Podríamos, si no fuese por los más poderosos, ir todos ligeros de equipaje. Decía uno de mis compañeros de juventud que sólo se puede llegar a genio mientras se va ligero de equipaje. Luego te pesan los años –experiencia- y la tripa –hartazgo de banalidad- y podrías llegar a no saber más que hacer juegos de palabras vacías. El agua del río vuelve a estar lisa y transparente. Hay truchas, ahí abajo, empecinadas en estarse quietas mirando el futuro del agua que viene hacia ellas, y por el fondo, moíles. Los moíles, o múgiles, si prefieres, suben agua arriba con la marea, pero lo hacen erráticos, olfateando el limo del fondo y las curvas de los cantos rodados del fondo. Suben, bajan, se entretienen. En la ventanilla de la tele, el presidente de los americanos, con su aire de cowboy dispuesto a echar mano a unas pistolas virtuales, escoltado por dos calvos custodios del oro federal, los escoltas circunspectos, el presidente con ese aire, la expresión de tristeza que le ha burilado el poder, como una cicatriz, han salido a decir que pagarán, mientras en la ventanilla de al lado, sus tenistas y los nuestros sudan, atrapados en una plaza de toros disfrazada, bajo el indolente sol del verano agonizante.

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